Llibert Tarragó publica un libro que reúne sus propias experiencias y las de su padre, fallecido en 1979 después de años de exilio en Francia y tras haber vivido el horror del campo de la muerte nazi. "Cuando te das cuenta de esto, décadas después, si lo reúnes todo, o te sale una bomba o haces lo que he hecho, estudiar", dice
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Durante los desayunos no había bromas en la mesa de la familia de Joan Tarragó (Lleida, 1914 - Francia, 1979). No era así en el resto de comidas, donde la alegría se asomaba, a veces en forma de coplilla que molestaba a los vecinos franceses. Los desayunos eran tristes. Tuvieron que pasar muchos años para que su hijo, Llibert (Brive-la-Gaillarde, Francia, 1947) entendiera por qué: “Mi padre tuvo pesadillas todos los días durante 28 años”. ¿Cómo podrían ser los despertares de un hombre marcado por cuatro años de horror, maldad y muerte en el campo de exterminio de Mauthausen? “Había silencio”, recuerda el periodista, que ahora publica un libro en el que rescata las memorias de su padre y explica cómo fue crecer junto a una figura de eterna resistencia antifascista. Experiencias rescatadas y contadas con una máxima común: huir del cajón del olvido.
Llibert Tarragó hace algunas fotos por las calles del centro de Madrid antes de regresar a Francia, donde vive con su familia desde que su padre se exilió allí. Mientras camina, deja claro que no le convence demasiado el término de memoria (histórica), él prefiere la historia sin más. No es que no valore la importancia de lo primero, pero, explica, se trata de “sentimientos”, mientras que lo otro se centra en “buscar la verdad”. Precisamente por eso acaba de publicar Stendhal en Mauthausen (editorial El mono libre), el libro que reúne las memorias de su padre en el campo de exterminio nazi y sus propias experiencias y análisis como hijo de un republicano exiliado. “Jamás habría pensado que el ser humano tuviera una resistencia tan grande”, escribía Joan.
La historia de Joan Tarragó comienza de manera similar a la de la mayoría de protagonistas de Stolpersteine -las placas que rinden homenaje a los presos españoles de los campos nazis-. Primero, comenzó a interesarse por la política y a militar. Participó en la Guerra Civil española y vivió, entre otras, la batalla de Belchite; más tarde lo enviaron a un campo de concentración en Francia y, de ahí, se integró en las filas del Ejército francés para luchar contra el fascismo.
El estado francés los envió a primera línea, y pronto, en 1940, los cogieron los soldados alemanes. El franquismo les había despojado de la nacionalidad española, con lo que entrarían a los diferentes campos marcados con un triángulo azul. El símbolo de los apátridas. Joan fue a parar a Mauthausen junto a otros miles de españoles y pronto formó parte de la resistencia clandestina, una organización para robar comida, información e incluso libros para crear una biblioteca. Aunque la mayor resistencia a la crueldad fascista, quizá, fue la solidaridad de aquellas personas que intentaban sobrevivir.
En el campo, un hombre solo no podía hacer nada. Sobrevivimos gracias a la fuerza del colectivo, animado por un ideal
Cuando se habla de horrores del pasado, las heridas que nunca se cierran atraviesan a las familias durante generaciones, en muchas ocasiones generando un silencio aplastante, extraordinariamente pesado por la realidad que esconde. Por eso se le da tanta importancia a los silencios, por todo lo que cuentan aun sin decir nada. En el caso de la familia Tarragó, no se puede hablar de silencios. “Cuando eres del exilio, del montón, no tienes pisos del Eixample de Barcelona de 200 metros”, explica Llibert en conversación con este periódico. “Teníamos una habitación para los cuatro, sin calefacción. Lo oías todo. Ya podían silenciar lo que quisieran que no iba a ser posible”.
Al poco espacio se le sumaba la relevancia y el respeto que llevaba a Joan a recibir muchas visitas después de regresar de Mauthausen. Visitas que hablaban, que preguntaban, que compartían abiertamente experiencias similares a las suyas. “Me enteraba de todo, de cosas horribles que hablaban entre ellos”.
El escritor rescata una de esas experiencias. “Un día entré en su despacho y 'robé' fotografías del campo. Tendría unos 6 años”, explica. En las imágenes aparecían fosas comunes, cadáveres apilados y blancos por la cal. “Allí hubo gritos de mi madre a mi padre, gritos de espanto por lo que yo había visto. He recorrido desde entonces aquella escena, él estaba dolido y mi madre enfadada”.
La información siempre estaba ahí, pero Llibert indica que su padre nunca le llegó a explicar lo que le ocurrió realmente, hasta que un día vio las heridas de Joan provocadas por las mordeduras de uno de los perros de los guardias del campo. “Aquello me impactó mucho, vi a un padre enfermo y me lo explicó”.
Esto forma parte de cómo se desorganiza el silencio. Todo está ahí escondido pero falsamente escondido
En general, sí había alegría en la infancia de Llibert, a pesar de la oscuridad arrastrada. En su pueblo, explica, no eran la única familia de deportados. “Vivíamos en un ambiente de reconstrucción”, rodeados de maestros que admiraban a los republicanos españoles. Había felicidad, “pero con la sombra del pasado, que siempre estaba allí”.
A través de ellos, de los deportados que visitaban a su padre, se empezó a acercar a España. “De niño oía hablar de Franco como una mala persona, igual que lo del tricornio de la Guardia Civil. Cuando vine por primera vez a los 12 años en el pueblo de mi madre, estaba todo el pueblo en la estación, y cuando vi los tricornios me puse a llorar y no quería bajarme del tren”, explica.
Soy seguramente francés, probablemente catalán y ciertamente —porque es político— republicano español
Cuando tenía 20 años, su padre le pidió a Llibert escribir sus memorias. Él ya era periodista entonces pero “estaba más con los Beatles que con esto” y, además, tenía que construirse a sí mismo. “No le dije que no, pero no lo hice. No me sentía preparado”, relata, con un café americano frente a él. “Aquello fue una manera de huir”, reconoce. Aunque eso no quitaba el respeto que le tenía, “un respeto hacia un hombre que no puedes tocar”. “No podía tocar lo que había vivido ni a él físicamente, tenía que ir con mucho cuidado, yo temía que se muriese a cada momento”.
Joan Tarragó quería publicar sus experiencias desde un “sentido político”, para hacer historia y memoria, algo que “iba integrado en su mente de luchador”. Es decir, el republicano quería dar a conocer no lo que le pasó a él, individualmente, sino lo que pasó, a pesar de que en ese momento era complicado reunir todas las partes del relato.
Yo no hablé con él francamente [con Joan], vi muchas cosas pero no dialogué con él nunca sobre todo esto. No es una frustración porque sé porqué, porque el diálogo sobre esto es imposible. Porque es hablar de la muerte
Finalmente Llibert accedió. “¿Por qué se produjo este cambio?”. En 1979 murió Joan Tarragó por múltiples enfermedades arrastradas por los años en el campo de exterminio, que le provocaron un envejecimiento prematuro. “Hay una frase que me impactaba de niño y me provocaba malestar, cuando regresaba del médico siempre decía que le había dicho que su cuerpo tenía 15 años más de su edad”. Ese día se hizo un entierro oficial, muy diferente al de su madre, un año después y en el que pudo pronunciar un discurso. “Pensaba que me habían 'robado' la memoria del padre y que yo tenía que hacer algo” después de que fuesen otras personas las que rindieron homenaje a su progenitor.
Y ese “algo” vendría en los 2000, cuando un amigo de su padre le dijo que iba a volver al campo.
“Llamé a un cámara y fui allí sin decir nada a nadie. Cuando llegué vi a gente que lloraba y que decía 'el hijo de Tarragó', fue muy emotivo. Un impacto total”, relata. En su visita vio “el infierno en un espacio muy claro”, pero lo que más le impactó fue el hecho de leer las memorias de su padre por primera vez antes de ir. “¿Por qué no las leyó antes?”. “Porque me daba miedo, seguro. Me daba miedo volver a la infancia. Fue muy duro, más de lo que uno puede pensar”.
Y en esa lectura descubrió que su padre había tenido “28 años de pesadillas cada noche”. “Leyendo esa frase, me saltó a la cabeza los desayunos de niño. Pensé que mi padre era alegre, hacía bromas y mi madre cantaba todo el día molestando a los vecinos. Ahí descubrí que los desayunos eran tristes. Nunca hubo ni un desayuno con bromas, cuando sí lo había en otras comidas. Había silencio. De esto me di cuenta cincuenta años después. Son los efectos de las pesadillas. ¿Cómo quieres que un hombre viviese con pesadillas toda la noche se despierte alegre?”.
“Aquel período de mi vida dejó una huella profunda en mi cerebro”, relató el exiliado español.
Me daba miedo volver a la infancia. Fue muy duro, más de lo que uno puede pensar
También se dio cuenta de otro detalle en las comidas: al terminar siempre había el mismo gesto, el de recoger las migas de pan en silencio. “Cuando te das cuenta de [todo] esto, décadas después, si lo reúnes todo, o te sale una bomba o haces lo que he hecho, estudiar”. “Yo no quería caer en el dolorismo, quería hacer ciencia. No quería que mis sentimientos me alejaran de la historia”.
“¿Es necesario decir que leer y vivir son sinónimos?”, escribe Llibert en la novela al contar que su padre, junto a otros integrantes de la resistencia en el campo, organizó una biblioteca clandestina en el barracón 13. ¿Cómo pensar en leer cuando lo único que había alrededor era la muerte?
“Llevaban en sí los idearios de la Segunda República, aparte de la lucha antifascista tenían este terreno de valores, entre ellos la educación, la lucha contra el analfabetismo, por eso tenía curiosidad por el arte o la literatura”, explica Llibert. Por eso es importante conocer de dónde vienen estos deportados: “Su trayectoria no empieza al entrar al campo, sino antes”.
Al llegar a Mauthausen, había quien entre sus pertenencias metía algún libro. Y así fue cómo, a través de una cadena de voluntarios, se juntaron con decenas de ellos. Al principio la gente no tenía ánimos para leer, explica en el libro Joan Tarragó. Pero luego la lectura supuso una manera de escapar mentalmente: “Al tratarse de grandes obras literarias, mientras leíamos olvidábamos el infierno que nos rodeaba”, contaba el militante socialista Pierre Binielli.
“Yo digo que enviemos libros a Gaza. Quizás un libro puede salvar a una persona que esté bajo las bombas, para escapar aunque sea un minuto o media hora, te da fuerzas. La lectura te da fuerzas”, concluye Llibert.
Finalmente, cuando liberaron el campo y pudo salir en 1945, Joan Tarragó ya nunca sería el mismo. En palabras repetidas por otros como él, no es que fueran supervivientes. Eran “revivientes”. Porque, en efecto, habían nacido, a pesar de ser ya adultos.
“¿Ha encontrado la paz después de publicar este libro?”. Llibert Tarragó tiene clara la respuesta. “No. No estoy en paz. Reencuentro a mi padre y eso es ir hacia la paz, pero a una paz traumática también, no de ir a misa. No hubo conflicto entre nosotros, sino que hubo una variedad de silencio. Yo no hablé con él francamente, vi muchas cosas pero no dialogué con él nunca sobre todo esto. No es una frustración porque sé porqué, porque el diálogo sobre esto es imposible. Porque es hablar de la muerte”, explica. Este reencuentro no “te puede dejar en paz totalmente” pero, reconoce, “es el camino hacia una cierta paz”.
¿Y qué le da paz a Llibert Tarragó después de haber sabido por lo que tuvo que pasar su familia? “Haber escrito esto y otro libro secreto para mis nietos, para que sepan quién fue su abuelo y su abuela. Me da paz transmitir a los niños todo esto”, asegura, para concluir con una frase que incluye en todas sus charlas y entrevistas: “El presente es el pasado del futuro”.