Para algunos ha sido una sorpresa que durante su visita relámpago a la Córcega francesa el Papa abordara en su discurso más importante el tema de la laicidad.
Tanto el obispo de Ajaccio, el cardenal Francisco Javier Bustillo (nacido en Pamplona, pero nacionalizado francés), como el Pontífice insistieron en que era necesario «desarrollar un concepto de laicidad que no sea estático y rígido sino evolutivo y dinámico, capaz de adaptarse a situaciones diversas e inesperadas».
Palabras que alcanzan una dimensión particular en una Francia donde desde el 9 de diciembre del 1905 rige una ley que impone la absoluta separación del Estado y de todas las confesiones religiosas y que se aplica con rigor. No obstante, conviene recordar que en su día el general Charles de Gaulle dijo que «la República es laica pero Francia es cristiana».
La Iglesia ha convivido a lo largo de su historia con diversos regímenes no laicos sino laicistas, es decir, ignorantes de toda orientación religiosa de sus ciudadanos y en algunos casos claramente persecutorios de la misma. Desde el Vaticano II y su Constitución «Gaudium et Spes» la doctrina ha evolucionado y hoy se reconoce que «la Iglesia, en virtud de su misión y su naturaleza no está ligada a ninguna forma particular de cultura humana o sistema político, económico o social».
Benedicto XVI fue también muy claro al proclamar la necesidad de una sana laicidad que garantice «que la política actúe sin instrumentalizar a la religión». Pensamiento que su sucesor Bergoglio sintetizó afirmando que «en este entrelazamiento sin confusiones se configura el diálogo constante entre el mundo religioso y el laico, entre la Iglesia y las instituciones civiles y políticas».