El fuego nunca es solo lo que consume; es también lo que queda después: las cenizas, las marcas, la memoria de lo que ardió, y en algún lugar del interior, a pesar de todo, sigue viva una chispa feroz que se niega a morir del todo
“Arde Roma”, pensé mientras encendía un pitillo. No porque ardiera de verdad, sino porque algo dentro de mí —quizá las viejas costumbres, quizá los rituales que nos sostenían— parecía consumirse lentamente. Las costumbres, sin contexto, se vuelven obsoletas, y pierden su validez, y se transforman en liturgias paganas, en rezos al aire, y se amontonan, y se apilan en retazos y retales que no sirven de nada. Las costumbres son el eco de lo que solíamos hacer, sombras chinas proyectadas en paredes descascaradas. Y entre las costumbres que se pierden, hay recuerdos que arañan la mente; como ver a alguien quitarse un pendiente o peinarse a arramplones con un cepillo, ver una nariz arrugarse o una sonrisa contenida tras un mal chiste. Las cosas, liberadas de la mirada del otro, pierden significado.
De pronto se vuelve urgente amortiguar el eco, llenar el aire de algo -lo que sea- y que ocupe todo el espacio posible. Siempre intenté vivir, como Flaubert, en una torre de marfil, pero una marea de mierda rompe contra sus muros y la está derribando. Y quizá sea inevitable: las torres, como las costumbres, también arden. Después de todo, la memoria es un campo de minas de recuerdos, canciones y amores despojados de sujeto que cobran vida propia. El resto permanece igual -mismos muebles, mismas caras- en esta geometría alterada por la ausencia, pero todo parece fuera de lugar.
Entre la bruma de la nostalgia, a veces emerge algo con nitidez: una palabra, un olor, una fecha, el sonido de unos pasos en la acera, y de repente eso que se fue está aquí, tan palpable, tan dolorosamente real que casi podrías hablarle. Pero no. Es solo un espejismo, un truco cruel del deseo. Porque la única verdad tras la bruma es esta: el vacío también es una forma del ser. Y ese vacío nos devuelve al estado original de las cosas, donde sin haber nada, no hacía falta nada; un palmo de distancia es un abismo para un manco. La nostalgia, más que lamentar, celebra la ausencia con un dolor dulce, porque en el centro mismo del echar de menos, en el corazón de esa tristeza, brilla una chispa de vida feroz, una vida que se reafirma en sí misma a pesar de todo: a pesar de la ausencia, a pesar del dolor. Pocos imaginan, dijo Flaubert —o eso creo—, cuánta tristeza fue necesaria para resucitar Cartago. Y quizá sea porque el fuego de la ausencia no solo quema, también ilumina: deja al descubierto lo que somos sin todo aquello que perdimos, y la claridad duele más que las llamas. Porque para darse de bruces con algo no hace falta más que caminar intentando esquivarlo. Joder, y es que es justo ahí, en ese espacio frágil, tembloroso, obtuso, donde seguimos, inexplicablemente, eligiendo amar, incluso sabiendo que, como las torres y las costumbres, también nosotros arderemos.
El fuego no solo destruye: también moldea y deja sus marcas en todo lo que toca. Convierte lo sólido en humo, la gloria en cenizas, lo reduce y simplifica todo a la mínima expresión. Pero no hay forma de escapar al fuego; lo llevamos dentro, como una herencia irrenunciable, genética, como un rumor constante que arde bajo la piel. Quizá no nos quemamos tanto por lo que perdemos como por lo que intentamos desesperadamente sostener, por lo que arde en las manos incluso cuando sabemos que nos quema; es la voluntad lo que nos hace ignífugos, la que nos hace seguir mirando al fuego aunque nos ciegue, danzando alrededor de unas brasas. El fuego nunca es solo lo que consume; es también lo que queda después: las cenizas, las marcas, la memoria de lo que ardió, y en algún lugar del interior, a pesar de todo, sigue viva una chispa feroz que se niega a morir del todo. Al final del pitillo Roma no ardió, pero yo sí.