Hay una sensación generalizada de que los vínculos vecinales se deterioran, pero también un resurgir de la conversación en torno a estos y su valor que va tomando protagonismo: "Sentirse parte de algo creo que es más reconfortante y tranquilizador que no hacerlo"
Gente que siempre está escuchando algo: ¿es sano acumular más de 30.000 minutos en Spotify?
Hay quien apenas reconocería el rostro de aquel con quien comparte descansillo en un edificio de apartamentos y quien, como en algunas zonas rurales, vive a kilómetros de su vecino más cercano y, no obstante, es consciente hasta de sus alergias. También, ante la pregunta que encabeza este artículo (¿hablas con tus vecinos?), algunos —empezando por el gremio de administradores de fincas— se echan las manos a la cabeza porque han comprobado hasta qué punto una mala relación entre vecinos puede dar de sí convirtiéndose en una fuente inagotable de problemas menores, proporcionando memes y contenido divertido –como aquel Drama en el portal– o escalar hasta transformarse en true crime.
Aunque el municipalismo en política y, más en general, la ética del cuidado, han hecho que las relaciones de vecindad recuperen algo de protagonismo, hay una sensación generalizada de que son lazos que se están perdiendo. Y eso que, como demuestran la literatura y el cine de los últimos cien años, hasta hace poco los vecinos habían ocupado buena parte de nuestros esfuerzos sociales. Por ejemplo, La forja de un rebelde (1941), de Arturo Barea, es una obra llena de sábanas tendidas al sol y de vecinos de Lavapiés. También hay muchas sábanas en el cine italiano (Una jornada particular presenta el encuentro entre vecinos en el tendedero) o en la literatura de Natalia Ginzburg, por más que su padre, aburguesado y bonachón, considerase que charlar con sus vecinos era, como tantas otras cosas, “propio de palurdos”.
“Soy muy simpática con todos porque siempre temo haberles molestado con algo, que es lo que hacemos todos como vecinos. Me llevo con dos o tres: la expresidenta, el que acaba de abrir un bar en el barrio y un señor muy pesado que descubrió que hago música. Uno se lleva con sus vecinos por interés, no es plan de idealizarlo, pero es útil y bueno”, confiesa Andrea Gasca, vecina del barrio de Legazpi, en Madrid.
Buena parte de las relaciones entre vecinos se establecen por puro pragmatismo, un 'interés' relativo a asuntos cotidianos percibidos como insignificantes. Sin embargo, cuando se habla de movimientos y asociaciones capaces de producir grandes cambios en los barrios, lo más habitual es que pensemos en los años setenta del siglo XX, aquellos en que se desarrolla la reciente película El 47, ambientada en Torre Baró (Barcelona). Pero estas organizaciones siguen existiendo y sus miembros no son pesimistas.
Uno se lleva con sus vecinos por interés, no es plan de idealizarlo, pero es útil y bueno
Miguel Sánchez es uno de los fundadores de la Asociación Vecinal La Roqueta, en València, y comenta: “Las asociaciones son espacios envejecidos porque no se ha transmitido el apego al barrio a generaciones que quizá no echan raíces o se mueven más. Pero hay que volver a creer en ellas. Yo empecé pensando que había cosas que no se podían pedir, que no cambiarían, y he aprendido que muchas cosas, aunque lleven tiempo, son posibles”.
Sánchez también cree que todavía se puede tener una relación cercana entre vecinos: “Es necesario generar un espacio compartido preguntándonos qué es lo común. Esos objetivos y esas inquietudes comunes generan confianza”, explica.
Este activista piensa que la incomunicación no es tan profunda como parece y confía en las nuevas tecnologías para acercar vecinos: “Tengo cuarenta años y siempre he escuchado eso de que ya no se habla como antes: que había otro tipo de relación, antes la gente era más cercana… Si siempre nos hemos comunicado poco en las escaleras, ¿cuándo fue esa buena época? A nivel personal, hemos traspasado muchas fronteras para empezar a comunicarnos por WhatsApp. Da igual la edad que tengamos, todo el mundo tiene móvil y ante cualquier problema, los diez de la escalera estamos hablando por WhatsApp”.
Los grupos de WhatsApp se han convertido en los espacios vecinales por excelencia en los últimos años, sea a nivel de escalera, de urbanización o de barrio. “Como todos los espacios de comunicación online, son un espacio social más, que tiene sus características concretas en términos de ritmos, de horarios, de formatos, de lenguajes…”, indica la antropóloga Inés G. Cueli. “En estos grupos de WhatsApp se reproducen dinámicas y roles de poder y de control social que están también en los espacios offline, y en este sentido no hay que entenderlos como una cosa fuera de la sociedad, sino que es la sociedad en sí tomando forma”, continúa. Entonces, ¿qué pasa en ellos? ¿Estamos charlando allí todo lo que no charlamos en el portal?
Las asociaciones son espacios envejecidos porque no se ha transmitido el apego al barrio a generaciones que quizá no echan raíces o se mueven más. Pero hay que volver a creer en ellas
“En los más recientes en los que he participado —recuerda Cueli—, vecinas del PAU se organizaron para leer novelas con una perspectiva feminista. Es decir, hay grupos que tienen un club de lectura feminista, a la vez que nos encontramos con el grupo más oficial de la comunidad, en el que se vierten las quejas dominantes: uso del parking, piscina, puertas abiertas, seguridad… Pero también, y esto me gustó mucho descubrirlo, hay grupos de personas solteras, o que no tienen hijos, que protestan un poco por el poder que tienen las familias. Estas personas solteras tienen grupos para comunicarse, para quedar, para ligar o para servir de contrapoder en las urbanizaciones”.
Por otro lado, estos espacios virtuales también se relacionan con foros online de cada barrio y con las asociaciones tradicionales, difundiendo sus iniciativas presenciales. “Reproducen toda la complejidad de la vida social: de las relaciones de poder a la ayuda mutua. La cosa va desde la organización para llevar a las criaturas al cole o para resolver los deberes hasta esos espacios tan grises como los grupos de colegas en los que simplemente nos contamos la vida cuando le robamos un rato al trabajo para tomar una cerveza”, concluye Cueli.
“A mí me gusta vivir en lugares en los que puedo pararme un rato a charlar en el rellano, que me recojan un paquete si no estoy en casa o resintonizar la tele de una vecina que no se aclara mucho con el mando”, cuenta Marina Gómez, vecina del barrio de Vistabella, en Murcia. “No sé si es un vínculo tan intenso como para llamarlo red de cuidados, pero sentirse parte de algo creo que es más reconfortante y tranquilizador que no hacerlo”.
Aunque todos los testimonios recogidos aquí coinciden en que lo deseable es, como mínimo, mantener esa relación cordial con los vecinos, esto no siempre ocurre. Según explica Débora Ávila, profesora en el Departamento de Antropología Social de la UCM, estamos ante relaciones muy deterioradas: “El régimen neoliberal nos ha robado el tiempo, ha sustraído nuestra capacidad para tener tiempo libre que no sea productivo (en el sentido de reproducción laboral o de cuidados). Ante cualquier dificultad o escollo buscamos soluciones individuales: antes pedimos dinero a un banco que a una compañera. Ya no comprendemos que los problemas no son individuales, sino sociales, y eso hace que, salvo en comunidades políticas, los vínculos que van más allá de lo familiar (que viene dado) o de lo instrumental (colegio, trabajo…) sean tan difíciles de construir”.
Hay grupos que tienen un club de lectura feminista, grupos más oficiales de la comunidad donde se vierten las quejas: uso del parking, piscina, seguridad… También de personas solteras, o sin hijos, que protestan por el poder que tienen las familias
Pero las relaciones entre vecinos nunca han sido del todo pacíficas y cuando aparecieron estas dificultades para su desarrollo, ya arrastraban algunas contradicciones fundamentales. Como señala el antropólogo Manuel Delgado, la ciudad impone a sus habitantes “cierta desatención cortés o indiferencia que funda un orden social basado en el extrañamiento mutuo”. Pero esa “indefinición mínima” no es universal, sino que solo la disfrutan quienes actúan “con el aspecto y los modales de la clase media”. Así que en la noción misma de ciudad se encuentra la idea de que, para que nosotros podamos ser individuos autónomos, nuestros vecinos deben ser extraños (pero no mucho). Incluso dentro del mismo edificio, la tensión entre quienes se parecen entre sí y quienes son percibidos como distintos es determinante.
Como explica la también antropóloga Inés G. Cueli: “Los grupos de personas homogéneos son los grupos en los que más nos gusta estar y en los que más participamos. Y habitualmente los grupos más heterogéneos, más diversos, nos suelen dar más pereza y nos gustan menos, justamente porque en ellos se recoge esa diversidad que entraña siempre diferentes puntos de vista, diferentes necesidades y también diferentes conflictos”.
“En las buenas calles ha de haber gente a diferentes horas”, escribió Jane Jacobs en su clásico Muerte y vida de las grandes ciudades. A lo largo de todo su ensayo, la urbanista da mucha importancia a que todas las zonas de la ciudad combinen diferentes usos (trabajo, ocio, vivienda…), algo que favorece la circulación de personas en todos los horarios. Según Jacobs, esta presencia continuada de ciudadanos enfrascados en distintas tareas es la que mejor garantiza la seguridad en el espacio público porque genera una vigilancia espontánea y no agresiva.
La seguridad es uno de las preocupaciones principales en las organizaciones vecinales y quien firma este texto, miembro también del grupo de WhatsApp de su barrio, fue testigo de cómo, ante un problema de robos en coches y furgonetas, el tono de la conversación se transformó: los mensajes sobre parques y jardines desaparecieron y el grupo se llenó de consignas racistas.
“Ha habido un vaciamiento de todo tipo de recursos en los barrios y eso, que es intencionado, hace que solo quede la policía”, señala Ávila. “La policía es el único ente institucional que responde. A la hora de enfocar cualquier problema de eso que llaman convivencia (y que es una forma de camuflar el racismo) en barrios tensionados donde hay mucha desigualdad, el automatismo es siempre el policial. Hay una hipervigilancia y amplificación de los problemas en los grupos vecinales: que algunos niños lleguen al cole sin comer o que haya personas sin techo en las calles, no genera alarmismo, pero que se dañen dos coches sí; eso es el dispositivo securitario”, expone la profesora.
Los espacios son importantes, pero necesitamos recuperar la dimensión colectiva de la vida y recuperar nuestro tiempo: sustraer tiempo de trabajo para ganar tiempo de vida.
Así que, en periodos de tensión, los grupos de vecinos de WhatsApp y sus conversaciones pueden servir para difundir el pánico o para elaborar respuestas violentas como las patrullas vecinales: “El miedo es un sentimiento que no sabemos controlar. Uno de los problemas es que no tenemos una narrativa común que resignifique las violencias, las conecte y nos explique por qué se queman esos coches o esos chavales beben en el parque. La ausencia de esas narrativas y de vínculos sociales hace que los discursos policiales o la autoorganización den miedo porque estos sí que conectan con una narrativa en marcha de guerra global contra las personas migradas”, asegura Ávila.
Entonces, ¿qué se puede hacer para evitar la deriva securitaria y, de paso, estrechar los lazos con nuestros vecinos? Responde también la antropóloga: “Los espacios son importantes, pero necesitamos recuperar la dimensión colectiva de la vida y recuperar nuestro tiempo: sustraer tiempo de trabajo para ganar tiempo de vida. La forma de transitar a una mayor confianza es encontrar tareas que nos unan desde lo concreto. Tiempo, tareas en común y visión colectiva, esas serían las claves para que el miedo y la desconfianza tiendan a desaparecer. Solo el contacto y el trabajo en común sirven como vacuna contra esa deriva”.
En inglés, se llama “small talk” a esa conversación ligera e intrascendente que rellena silencios entre desconocidos, una expresión que en español se suele traducir como “charla de ascensor”. Puede que lo que nos decimos en los ascensores sea el paradigma de la banalidad, pero, dentro o fuera de ellos, todavía hay muchas cosas importantes sobre las que hablar con nuestros vecinos.