No parece tan lejano el día en que amplios y hasta mayoritarios sectores entre sus bases lleguen a la conclusión de que sería mejor romper el gobierno de Sánchez, que seguir pactando acuerdos para luego acabar quejándose de que nunca se cumplen
La mayor ventaja estratégica del gobierno de coalición reside en que conforma la única suma posible para gobernar. Para ninguno de sus socios, da igual el signo ideológico o la localización geográfica, resulta viable apoyar la investidura de un hipotético ejecutivo presidido por Alberto Núñez Feijóo, con Vox como socio preferente. La toxicidad de la extrema derecha vuelve imposible para ninguno de los aliados de Pedro Sánchez acercarse siquiera a algo parecido a un acuerdo de investidura. Únicamente el Partido Popular resiste hoy el contacto corrosivo de los acuerdos con los de Santiago Abascal; o eso quieren creer en el PP agobiados por la necesidad.
Otra ventaja no menor para el gobierno de coalición reside en la incapacidad de Núñez Feijóo para completar aquel que fue su primer gran objetivo cuando bajó desde Galicia al rescate del partido: reconquistar el espacio electoral cedido a la extrema derecha. El equilibrio se antoja perfecto para Pedro Sánchez: el PP no puede gobernar sin Vox y la suma no le da sin el apoyo del nacionalismo conservador; una ecuación imposible de despejar.
Ambas ventajas empiezan a dar algunos síntomas de haberse reducido sustancialmente, puede que incluso anden al límite. La comparecencia de Carles Puigdemont para recordarle a Pedro Sánchez que no se fía de él tenía una lógica externa, orientada a reforzar la posición negociadora de Junts de cara a los presupuestos. Pero también respondía a una lógica interna: fijar posición en una organización donde muchos ya no ven con claridad la estrategia del expresident y otros tantos no parecen especialmente cómodos sosteniendo a Sánchez; lo único que los mantiene unidos es que ninguno se atreve a decírselo públicamente a Puigdemont.
La inesperadamente ajustada victoria de Oriol Junqueras para recuperar el liderazgo en ERC encaja en el plan original de la legislatura y habrá tranquilizado en Moncloa. Pero también revela el alto grado de división interna de una organización donde, una minoría más grande de lo previsto, no parece especialmente satisfecha con los resultados de los acuerdos con los socialistas catalanes y españoles.
La conclusión que se deriva de las dinámicas internas de los partidos independentistas catalanes no pinta bien para el gobierno de coalición. No parece tan lejano el día en que amplios y hasta mayoritarios sectores entre sus bases lleguen a la conclusión de que sería mejor romper el gobierno de Sánchez, que seguir pactando acuerdos para luego acabar quejándose de que nunca se cumplen. Sólo el cielo sabe cuánto resistirían los liderazgos de Junts y ERC.
Respecto a las posibilidades de una mayoría alternativa conformada en torno al PP, los augurios tampoco parecen especialmente halagüeños para el ejecutivo de coalición. Todas las demoscopias apuntan en la misma dirección: el PSOE y el PP mantienen las distancias, pero la ultraderecha crece con fuerza empujada por la riada de antipolítica que ha dejado el lodo de Valencia, mientras eso que llamamos “el espacio a la izquierda del PSOE” parece derrumbarse lenta pero estrepitosamente. La principal consecuencia reside en que al PP y a Vox ya les darían las cuentas para la mayoría absoluta sin necesitar a nadie más. Otra resultante no menor podría ser que alguien entre quienes se disputan el espacio electoral a la izquierda del PSOE llegue a la conclusión de que, mejor ir a elecciones antes para asegurar la supervivencia, que arriesgarse después a una campaña a cara de perro contra la extrema derecha y con los socialistas apelando a toda máquina al voto útil.
Antes del verano ninguno de los socios de Sánchez tenía incentivos racionales para forzar un adelanto electoral. Hoy ya no está tan claro que eso vaya a continuar siendo así.