Cada gran intérprete de música clásica tiene una pieza que lo define. Los violinistas no son la excepción: Jascha Heifetz tuvo el Concierto para violín en Re mayor, op. 35 de Tchaikovsky; Yehudi Menuhin, el Concierto para violín num. 1 en Re mayor op. 6 de Paganini; y David Oistraj, el Estudio capricho en la menor de Henri Wieniawski. De la misma forma, Leonidas Kavakos ha cultivado una estrecha relación con el Concierto para violín en Re mayor, op. 77 de Johannes Brahms. Y ahora el griego —vaya suerte la nuestra— ha venido, junto con su Stradivarius Willemotte, ha compartirlos con el público mexicano, los pasados 29 y 30 de noviembre con la Orquesta Filarmónica de la UNAM, bajo la batuta de Sylvain Gasançon.La relación de Kavakos con Brahms no parece fortuita. Lo ha interpretado un centenar de ocasiones y existen diversas grabaciones que lo constatan: la más famosa, aquella registrada con la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig bajo la dirección de Riccardo Chailly y editada bajo el sello Decca. Se trata de una grabación de referencia en la misma sala de conciertos donde el propio Brahms estrenó el Concierto el 1 de enero de 1879 con Joseph Joachim al violín.Su composición tomó a Brahms casi dos años: comenzó en el verano de 1878 y se prolongó hasta finales de 1879, meses después de que la obra fuera estrenada. Desde entonces, el Concierto ha padecido una suerte desigual: tardó en incorporarse al repertorio clásico del instrumento, compuesto hasta ese momento por los conciertos de Beethoven, Mendelssohn y Schumann. Resurgió a mediados del siglo XX gracias a las revaloraciones de tres alumnas de Joachim —Marie Soldat, Gabriele Wietrowetz y Leonora Jackson. Su proverbial dificultad llevó a Joseph Hellmesberger, el segundo de sus conductores, a afirmar que el de Brahms no era un concierto de violín, ¡sino en contra de él! En efecto, se trataba de una pieza difícil, incómoda y, a veces, francamente imposible por sus exigencias técnicas.Peor aún: la obra era más sinfónica que violinística. Y aunque inusual, este rasgo del Concierto acusaba cierta lógica: tras años de disputa contra sí mismo, Brahms venía de por fin escribir su Sinfonía num. 1. Eran años fructíferos y de consolidación: el Concierto sigue al Ein Deutsches Requiem y antecede al Concierto para piano num. 2. Quizás esta condensación explica sus ritmos y compases conflictivos y, en último término, la expansiva polifonía de la pieza.El Concierto de violín sigue la forma estándar del género pues, aunque Brahms lo pensó primeramente para cuatro, lo componen tres movimientos: Allegro non troppo, Adagio y Allegro giocoso, ma non troppo vivace —poco più presto. Su estructura tripartita obedece a una típica disposición rápido-lento-rápido. El Concierto exige una orquesta compuesta por dos flautas, dos oboes, dos clarinetes en la, dos fagotes, dos trompas naturales afinadas en re y dos trompas naturales afinadas en mi, dos trompetas en re, timbales y cuerdas. Su instrumentación, por último, es conservadora; al tiempo que su orquestación, inconvencional. La Filarmónica de la UNAM cumplió su parte, sin brillar propiamente con luz propia.En el primer movimiento del Concierto, el auditorio a menudo se pregunta cuándo aparecerá su principal protagonista. No lo hace sino hasta alrededor del minuto 2 con 45 segundos, cuando Brahms introduce el violín junto con los timbales (en un claro homenaje a Beethoven) tras una extensa exposición orquestal. Kavakos esperó su entrada con paciencia, porque sabe que esta pieza busca objetivos más verdaderos que el solo lucimiento del intérprete. Así, en la primera de las dos fechas que ofreció al público mexicano, luego de saludar fugazmente a Gasançon, posó su mirada en los coros e ignoró la orquesta hasta llegado su turno: se incorporó y entonces sí ¡sucedió el milagro!Al tema principal del primer movimiento —construido por medio de fagotes, violas y violonchelos—, Kavakos se sumó de la única manera posible: sin temor de ser menos que la orquesta y, al mismo tiempo, sin querer ser más que ella. Entendió que se trataba de un concierto concertante y no de una composición para violín en toda regla: el solista intuyó que la pieza exigía una casi sumisión a la orquesta —una que, como el arrepentimiento cristiano, le abriría la puerta de la salvación. En el caso del griego, la salvación que obtuvo fue la comprensión y ejecución cabal del Allegro: una lectura que, sin rehuir del romanticismo de la partitura, logró encontrar una puntual emotividad. Un equilibrio expresivo y una expresión equilibrada a la vez: el mejor de los mundos posibles. View this post on Instagram A post shared by OFUNAM (@ofunam_mx)
La cadenza de esta obra —leo en The violin concerto de Benjamin F. Swalin— es sinuosa e incómoda. Demanda una mano izquierda amplia y flexible, además de una “precisión relampagueante” del solista. En esa primera función, Kavakos cumplió sobradamente con cada una en estas condiciones. En acto litúrgico, ejecutó la cadenza con contundencia, deslizando las yemas de sus dedos sobre el diapasón y templando las cuerdas con su arco. Su larga figura se acompañó por un rostro reconcentrado y serio, más propio del devoto que del virtuoso. Esta parsimonia apenas se interrumpió por una discreta sonrisa o un leve arqueamiento de cejas. Nada de grandilocuencia ni excesos: lo que pregona el concertista —parece decirnos Kavakos— ha de ser a través del instrumento y no más. Eso hizo y el efecto en los asistentes fue tal que apareció un estallido de aplausos con la conclusión del movimiento. El gesto molestó a no pocos asistentes (a mí no: porque más allá de la convención actual, así era en tiempos de Fürtwangler y porque la música ha de ser para sentirse —si no es para ello, yo no sé para qué es).La interpretación del segundo movimiento fue más extendida y profunda: con una mayor hondura que en los otros dos movimientos, con una fusión de motivos y figuraciones melódicas, conseguida a través de los instrumentos de viento y el tímido arropamiento de Kavakos. Quienes conocen el Concierto saben bien que el violín prácticamente se ausenta en este Adagio (al grado que el genial Pablo de Sarasate se negó a tocar la pieza, argumentando que no quería “subir al podio, violín en mano, y escuchar al oboe tocar la única melodía”). De nuevo: a contrapelo de esta imagen caprichosa del virtuoso, Kavakos supo recogerse y esperar. Estaba cierto de que su invocación final llegaría en la última parte de la obra.En el tercer movimiento, Kavakos despuntó por una ejecución viril y dinámica, casi juguetona. Desde su enérgica apertura, una de las más célebres de cuanto concierto para violín se recuerde, el violín de Kavakos —acompañado por los timbales, dos trompas francesas y las cuerdas— introdujo el tema principal, con sus evocaciones folclóricas húngaras, tan caras a Brahms y a quienes lo procuramos. Y, a partir de ahí, el virtuoso no se detuvo hasta alcanzar un crescendo que contrastó de manera dramática con la solemnidad del movimiento anterior. Kavakos imprimió velocidad y bríos a su Stradivarius Willemotte, regalando al público un cierre alegre y emotivo.El público así lo reparó y se volcó en un atronador aplauso, acompañado por “bravos” de pie que se extendieron por tres ocasiones. De haber sido más, nadie habría protestado ni habría apurado el regreso a casa. Tras la ovación, y como si Brahms no hubiera impreso ya hondas impresiones en los asistentes, Kavakos complació a todos con un encore e interpretó dos Partitas de Johann Sebastian Bach. Una deliciosa selección que contrastó con la pasión del Concierto de Brahms y que emocionó por la matemática equidistancia de sus notas, con alcances y una holgura alejados de cualquier academicismo. Un concierto redondo.Kavakos salió del escenario tal y como entró: como sacerdote tras el término de la misa: en silencio, discreto, sin otra arma que su evangelio en Re mayor. No exagero si afirmo que apenas y levantó la cabeza para mirar por donde andaba, sólo atreviéndose a mirar al público por agradecimiento. Porque su cortesía más grande no fue otra que su propia interpretación: ésa fue su ofrenda para con nosotros.Y prendidas las luces, permanecimos como en poema de Pasternak:Años atrás, un poco de Brahmsen la sala de conciertos bastaría para dejarmeincapaz de respirar, hundido en mis propios ojos…AQ