“Cuando un juicio no puede enunciarse en términos de bien y de mal, se lo expresa en términos de normal y de anormal. Y cuando se trata de justificar esta última distinción, se hacen consideraciones sobre lo que es bueno o nocivo para el individuo. Son expresiones de un dualismo constitutivo de la conciencia occidental«. Michel Foucault
Oí decir, en un interesante debate electoral que se cumplió en una universidad muy prestigiosa en Caracas, que se trataba de oponer dos visiones sobre el rol que la casa de estudios debía asumir como línea de comportamiento ante un entorno despótico, como ese en el que estamos en Venezuela inmersos, con un gobierno autoritario y amenazante que procura institucionalizar la farsa, la neutralidad si acaso y, especialmente, el miedo como emoción ciudadana.
El quid de la polémica y de la disyuntiva sería, pues, entre mimetizarse o sustentar una actitud crítica, para decirlo en términos sencillos.
Podría quizá yo pensar que el desiderátum de los gobernantes que prevalecen a rajatablas en este país que, dicho sea de pasada, se exhibe a ratos distópico lo constituiría la acelerada e insolente instauración de la simulación, la mentira y algún estoicismo como parámetros rectores. Claro que, con el concurso ciudadano, “por las buenas o por las malas”.
No sería pues la verdad el principio que nos regiría sino, al contrario, una presentación de los hechos y sus consecuencias, mediatizada, sesgada, tergiversada, influida. Esa sería la propuesta e, igualmente, ese sería el pernicioso dilema ciudadano. Fingir y creer en lo que sabemos falaz o denunciarlo y exponerse a las retaliaciones y persecuciones de rigor.
El asunto ha llegado, en el ejercicio comunicacional que por supuesto afecta lo que llamaríamos los actos del habla, a plantearse como una opción que compromete la existencia misma. Si somos íntegros corremos auténtico peligro, aunque también se puede reptar y mantener lo que se tiene. ¡Se vive!
De un lado aquellos que simplemente se adaptan y los otros que prefieren arriesgarse y cuestionar lo que solivianta, abruma, ofende o agrede e irrespeta, como acciones del régimen, derivando en rechazo y oposición.
Allí, en ese teatro de las ideas y los conceptos, de las palabras que trasladan vehicularmente, emociones, sentimientos, decisiones, articulaciones de acción u omisión y, sobre todo, valoraciones, se desarrolla un espacio público empequeñecido y temeroso de deliberación ciudadana.
De una parte se ubican los que propugnan la normalidad o la normalización y, de la otra, los que se niegan a ello y se sienten conflictuados, con aquella pretendida imposición de forma y contenido, cuyo resumen es, resignarse para “sobrevivir”.
Entonces, sabiendo todos los compatriotas venezolanos que Edmundo González Urrutia fue vencedor en la elección del pasado 28 de julio y, desde luego, es el presidente electo en esos comicios; chocados los coterráneos, en nuestro corazón y nuestra conciencia y además como testigos, escamados e indignados, por las maniobras que se ejecutaron para cimentar por la fuerza y por la muerte incluso de conciudadanos, una situación irregular, abusiva, humillante de falsedades que maculan nuestro ejercicio soberano, para sostener una secuencia distinta a lo que realmente debe ser y así, recurrir a lo que jurídicamente llamamos usurpación.
Usurpación será colocar a quien no obtuvo la mayoría y fue desestimado por el cuerpo político como presidente de la república; asumirlo como una realidad inapelable y hacer mutis y ofrecer a los transgresores otro capítulo de esos que describe Pío Gil en su texto intitulado “Los felicitadores” y continuar conviviendo calladamente con el secuestrador de la verdad, “normalizando las relaciones y la vida institucional con el poder de facto».
El origen y la semántica del vocablo normal o de ese normalizar, es sano recordarlo, nos traslada a acepciones que se fundamentan en su genealogía, así, normal, normalizar, es aquello que se encuentra o se comporta de acuerdo con la norma, a lo que debe ser, a lo usual, regular, habitual y que es el referente admitido socialmente. Anormal sería lo que tropieza esos cánones, lo extraño, lo raro, lo inesperado.
Empero, en Venezuela, normalizar ahora tiene su trasfondo y significado que debemos tener claro. Se refiere a la obediencia acrítica al poder y a su entelequia orgánica e ideológica, que incluye un elenco de normas legales que semanalmente aprueba la Asamblea Nacional, cuyo propósito sistemático es reducir las libertades públicas, criminalizar el ejercicio ciudadano, abandonar la constitucionalidad, desrepublicanizarnos y especialmente, desconocer los tratados y convenciones que en defensa de la persona humana y sus progresivos derechos y libertades, suscribió y obligan al Estado venezolano.
La normalización como silencio y complicidad subsecuente es, como diría Hannah Arendt, una forma de banalizar el mal que, por cierto, para otros se llamará, como ya dijimos, conductas para sobrevivir.
Cabe recordar a Étienne De la Boetie y, su discurso sobre la Servidumbre voluntaria, que nos recuerda y lo parafraseo, “El tirano predomina, solo si los conciudadanos lo desean” o aquella otra, “Solo unos pocos tienen el coraje suficiente para querer ser libres…”
@nchittylaroche
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