La decisión de Warner de producir una precuela de la trilogía de Peter Jackson como si fuera animación japonesa era muy extraña, pero lo más extraño de todo es que funciona
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En la obra escrita de J.R.R. Tolkien la batalla del Abismo de Helm no es el clímax de nada. Ocupa unas pocas páginas a mitad de Las dos torres, y sin embargo dentro del cine ha servido para culminar por todo lo alto hasta dos películas. La más conocida, claro, es la monumental secuencia hacia el final de la adaptación de Las dos torres homónimas que realizó Peter Jackson en 2002, pero mucho antes, en 1978, también fue útil para concluir El señor de los anillos de Ralph Bakshi. En este caso de forma algo extraña, pues Bakshi no iba a tener la oportunidad de adaptar El retorno del rey a posteriori. Su lectura de Tolkien quedaría inconclusa, su ambiciosa película de animación destinada al culto.
Parte de la primera gran adaptación de El señor de los anillos al cine, por seguir con los elementos chocantes, se rodó además en España. En Cuenca y concretamente en el castillo de Belmonte, que fue el escenario escogido para emular el Abismo de Helm que atacaban los Uruk-hai. La razón por la que este film, pese a ser animado, había tenido que trabajar con actores, se debía a la técnica empleada por Bakshi: la rotoscopia, que básicamente consiste en grabar interpretaciones y escenarios reales, y luego colorearlos. Es una estrategia poco respetada en el mundillo —“una muleta para artistas sin habilidad”, la describió el animador de Disney Donald W. Graham—, a la que Bakshi recurrió por interés experimental a la vez que logístico: es bastante barata.
La rotoscopia le daba una cualidad extra a El señor de los anillos más allá del desconcierto, cuando la lucha de esas figuras tan reconocibles era encarnizada y realista, hasta sangrienta. Como por otra parte la producción iba quedándose sin dinero cada vez había menos medios para disimular el componente actoral, y llegada la batalla del Abismo de Helm Gandalf ni siquiera parecía un dibujo animado. Es un referente complicado de manejar, en definitiva. Kenji Kamiyama, como director de El señor de los anillos: La guerra de los Rohirrim, ha asegurado que su gran influencia para el aspecto visual de la película es la trilogía de Jackson, pero sus imágenes le contradicen.
La guerra de los Rohirrim no ha usado rotoscopia, sino un proceso más enrevesado. El estilo del dibujo es anime pues tal es la escuela del japonés Kamiyama, teniendo no obstante un rol complementario en el desarrollo: antes se ha grabado a intérpretes reales, sus movimientos se han registrado a continuación con motion capture, y la imagen digital procesada se ha trasladado al 2D. El acabado definitivo es algo así como una rotoscopia depurada, menos tosca que esa técnica pero de ritmo similarmente trémulo y lento. Es un acabado que ya ha suscitado burlas y críticas en redes sociales a partir de los tráilers, y la verdad es que Warner se lo ha buscado un poco.
Más allá de la batalla entre el bien y el mal orquestada por Tolkien se desarrolla otra batalla, mucho más cutre e igual de globalizada, en el mundo real. Es la batalla entre Warner Bros. Discovery y Amazon por ver quién saca mayor rentabilidad de la obra del escritor británico, y es una batalla en la que obviamente Warner llevaba al principio la delantera, gracias a la queridísima trilogía de Jackson y a su bastante menos querida trilogía de El hobbit. Pero hete aquí que Amazon desembolsó en 2017 hasta 250 millones de dólares por los derechos de parte de los escritos de Tolkien. No podía volver a adaptar la historia de aquellas películas, aunque sí todo lo que estuviera fuera de sus márgenes.
Puede que en Warner pensaran que se habían dormido en los laureles cuando Amazon empezó a gestar Los anillos de poder. Una serie-precuela que, por más que estableciera puentes nostálgicos con la obra de Jackson, fluía totalmente al margen del poder de Warner, y llegaba a competir en el mismo verano de 2022 con otra saga de fantasía heroica bajo el paraguas de esta major, La casa del dragón, precuela a su vez de Juego de tronos. En todo este tiempo transcurrido, tras su fusión con Discovery sobre todo, las prioridades de la directiva de Warner habían cambiado ligeramente. Los índices de audiencia de Los anillos de poder (revelados, ejem, por la propia Amazon) indicaban que había que darse prisa en seguir aprovechando su parte de la licencia tolkieniana.
Cuando La guerra de los Rohirrim recibió luz verde hace cuatro años, el propósito de Warner era tan simple como no perder los derechos de Tolkien —es la misma razón, por ejemplo, que ha conducido a tantas películas fallidas de Los 4 Fantásticos a la espera de ver qué hace el año que viene la Marvel Studios de Kevin Feige—, sin demasiada fe en los resultados. Ahora que se estrena La guerra de los Rohirrim hay otro tablero, y acuciada por las deudas y las crisis comunicativas, Warner pretende exprimir todas las propiedades intelectuales que pueda, por todos los canales posibles. El destino de Juego de tronos emana de aquí, al igual que las series que expanden Dune, The Batman, y esa otra que quiere volver adaptar temporada a temporada los libros de Harry Potter.
La guerra de los Rohirrim, por su parte, es vanguardia de una operación para rentabilizar la Tierra Media bajo dominio de Warner que por lo pronto antecederá una película protagonizada por Andy Serkis titulada The Hunt for Gollum. Son los tiempos que corren, y como son jugarretas cuya desesperación es evidente hay un clima de desconfianza hacia todo lo que pueda hacer Warner con sus marcas. En el caso de La guerra de los Rohirrim pasando por encima del perfil de Kamiyama: un cineasta que lleva trabajando en el estudio japonés Production I.G. desde los 90, y que guiado por el legendario Mamoru Oshii ha desarrollado varias series dentro del universo Ghost in the Shell.
Llegado 2017, Kamiyama había dirigido la extraordinaria Ancien y el mundo mágico, su pasarela a Hollywood. Antes de La guerra de los Rohirrim, por tanto, Kamiyama ha trabajado en las franquicias de Blade Runner y Star Wars: para la primera firmó El loto negro, y para la antología animada Star Wars Visions otro corto titulado El noveno Jedi. El currículum de Kamiyama debería bastar para alejar La guerra de los Rohirrim de sus penosos condicionamientos industriales. Y desde luego es una visión artística lo que impera, aunque pervivan rastros de este declive hollywoodiense.
Aprovechando la porción de derechos que no posee Amazon, La guerra de los Rohirrim recurre a los Apéndices de El señor de los anillos para contar un episodio de la historia del reino de Rohan, atendiendo a cómo el Abismo de Helm recibió su nombre. La lucha del rey Helm Manomartillo contra los invasores dunlendinos se limita a disputas entre humanos dentro de los márgenes de Rohan y tiene lugar varios siglos antes de la trilogía de El señor de los anillos. Con lo que en principio sería algo difícil convertirla en un desfile de guiños a las películas de Jackson… o sería difícil si se tuviera una mínima vergüenza. Algo de lo que la industria carece ahora mismo.
En lo que parecen imposiciones de última hora, La guerra de los Rohirrim recurre a un par de cameos y “sorpresas”, siendo la más excéntrica la aparición de Saruman ya desvelada en los avances. Saruman habla con la voz de Christopher Lee gracias a una grabación descartada de El hobbit —Lee lleva muerto nueve años—, si bien ahí termina mayormente la exhumación nostálgica: la historia está narrada por Éowyn (Miranda Otto) y la música de Stephen Gallagher recurre profusamente a los temas originales de Howard Shore, pero ambas cuestiones se dirimen con cierta coherencia. La partitura de Gallagher, sin ir más lejos, puede hallar su propio camino a partir de ahí.
Por la parte de Éowyn resulta que La guerra de los Rohirrim no es ningún flashback porque la historia se limita a ese conflicto del pasado de Rohan: que Éowyn nos guíe solo complementa el hecho de que la protagonista absoluta sea otra princesa de Rohan como lo fue ella. Hablamos de Héra, hija de Helm y personaje sin nombre en los escritos de Tolkien. Aquí su rol se reducía a haber sido el desencadenante de la guerra contra los dunlendinos por la negativa de Helm a casarla con el príncipe de estos, llamado Wulf. Justamente Wulf es el villano de La guerra de los Rohirrim, enriqueciéndose su rol y su relación con Héra simultáneamente al resto del conflicto.
La guerra de los Rohirrim se diferencia entonces de Los anillos de poder en que no aprovecha “vacíos de escritura” en el corpus tolkieniano para desarrollar una ficción con ecos de fanfiction: al contrario, adapta una historia perteneciente a dicho corpus tal cual. Lo que puede ser quizá una jugada arriesgada: la cadencia de los diálogos y la escala de las aventuras se articula según la voz de Tolkien —alguien que, en realidad, siempre escribía en verso—, de forma que el tono de La guerra de los Rohirrim remita a algo similar al Cantar de mio Cid, donde más que personajes hay arquetipos heroicos, y todos están muy preocupados por inspirar canciones para la posteridad.
La narración de Kamiyama es respetuosa con la palabra escrita al extremo de entorpecer el ritmo narrativo —si nos extraña lo que sucede con Helm una vez llegan a Cuernavilla es porque Tolkien así lo dispuso—, al tiempo que puede hacer acopio de suculentos beneficios. La guerra de los Rohirrim es un film fundamentalmente bélico, donde la violencia que esta nueva rotoscopia recupera de Ralph Bakshi —y que llega a ser brutal tanto durante el primer enfrentamiento con el olifante como en lo que sucede justo después— se alinea a la perfección con la epicidad.
La guerra de los Rohirrim canaliza la grandeza de Jackson en sus batallas multitudinarias, sus escaramuzas nocturnas y sus bellos escenarios —convertida Nueva Zelanda en anime hiperrealista—, y añade de su cosecha otros ingredientes eficaces como todo lo que rodea a Héra, a su compañera Olwyn, y a la leyenda de las doncellas guerreras. En este apartado no teme corregir a Tolkien para reencontrarse con él desde otro ángulo, y enderezar el pabellón cinematográfico de la Tierra Media con una firmeza que no conocíamos desde la primera El hobbit. Da igual que las circunstancias productivas sean penosas y que a estos ejecutivos no les importe nada Tolkien: su grandeza es más fuerte que ellos, y ha hallado en el equipo de Kamiyama un cómplice excepcional.