La Constitución incluye –o excluye– principios, reglas, cláusulas, conceptos, prohibiciones o habilitaciones a partir del entendimiento que comparten los detentadores de poder sobre su función en un ordenamiento jurídico. Sus contenidos son, en buena medida, reflejo de la forma en la que se concibe a la Constitución, tanto desde un punto de vista político como normativo. Esto es, según se acepte para qué sirve.
Desde una comprensión estrictamente política, la Constitución se lee, se redacta y se honra como un texto solemne, dotado de legitimidad histórica y meramente simbólica, que esculpe en piedra atemporal el proyecto de una nación, las aspiraciones de una sociedad, las proclamas de una generación o la voluntad omnipotente del soberano. Un pergamino que decreta hacia la posteridad el ideal de la persona, de la comunidad, del poder, de la justicia, de la historia. Monumento antes que instrumento. Tal y como sucedió durante el largo periodo del autoritarismo de partido hegemónico, la Constitución se usa como el recipiente de los logros inmateriales del régimen en turno: el derecho abstracto y rimbombante a la vivienda que no es techo y pared para resguardar de la vulnerabilidad o edificar un proyecto de vida. O, también, el testamento político de lo que debe ser aunque la necia realidad diga lo contrario.
En contrapartida, el entendimiento normativo de la Constitución asume que cada una de sus palabras o silencios tienen una implicación operativa y práctica en la realización del derecho, esto es, en la ordenación de las relaciones de dominio entre, por un lado, la autoridad y la sociedad y, por otro, en la convivencia cotidiana de las personas. Bajo las premisas que asumen que sobre la Constitución no hay nada ni nadie (principio de supremacía) y que ninguna mayoría temporal puede disponer de su contenido (principio de rigidez), se despliegan una serie de consecuencias de las que depende nuestra vida diaria. La Constitución establece, como diría Ferrajoli, lo que se puede decidir (facultades), lo que no se puede decidir (derechos y prohibiciones) y lo que no se puede dejar de decidir (derechos sociales o de prestación, por ejemplo). En otras palabras, determina el ámbito de actuación del poder de mandar y de la obligación de obedecer.
Nuestra Constitución sufre un doble asecho. Por un lado, se le desacata a contentillo en forma y fondo, hasta el extremo de llamar a archivar pronunciamientos de los órganos constituidos para defenderla. Por otro lado, se degrada su eficacia como ley fundamental a través del proceso de reforma, no sólo con la sustitución o suplantación de su contenido esencial como sucedió con la reforma judicial, sino frivolizando sus pretensiones y, por tanto, el valor jurídico de sus prescripciones. Para inmortalizar el plan C que nos heredó el líder en aquel emblemático discurso del 5 de febrero de 2024, regúlese en la Constitución, haiga sido como haiga sido, hasta la inmoralidad de los vapeadores.
Todo lo que la Constitución no regula, se reserva a la libertad individual y a la potestad de configuración del legislador democrático. Todo lo que prohíbe, es mandato para ejercer la coacción punitiva del Estado. No es neutral o inofensivo establecer en la Constitución que la ley debe castigar ese maléfico artefacto que sirve para convertir un líquido en vapor con la técnica de calor, con independencia de la sustancia implicada en el proceso químico en cuestión. La prohibición es equivalente a la autorización para recurrir a la última ratio del poder: al monopolio de la violencia física legítima. Y, claro está, con la inevitable consecuencia de los mercados negros, la extorsión corrupta y las cárceles repletas de inocentes. A ver si no se les ocurre, de paso, prohibir los nebulizadores.
La espiral de insensatez puede no tener fin. Este racimo de reformas está lejos de responder a las prioridades de política pública o de racionalizar el ejercicio del poder en términos de fines y medios. Son cartas nostálgicas y lances de lealtad con destino a un lejano lugar que tiene nombre de mentada. Ofrendas a costa de nuestra de por sí precaria libertad.