Hace 110 años, dos imperios ocupaban el centro de Europa, y dos el este. Estos últimos se ramificaban por Asia. Al occidente de Europa, dos naciones habían construido también un imperio, en este caso colonial: Francia y Gran Bretaña. Al sur, Italia y España tenían unas pocas posesiones en África, puesto que el último había perdido, apenas 15 años antes, los espacios en América y Asia que todavía mantenía.
Diez años después, hace justo un siglo, los dos imperios del centro de Europa habían desaparecido, y su lugar era ocupado por naciones inventadas por los ganadores de la Gran Guerra. Uno de los imperios del este también había caído, pero se reconstruía como Unión Soviética. El otro, el Otomano, como los imperios del centro, dejó de existir y en su lugar se crearon las naciones que tradicionalmente se designan como Medio Oriente.
El derrumbe de estructuras políticas con historia de 500 o mil años, sumado al costo humano de la guerra y al desorden económico, en 15 años dio lugar a la Segunda Guerra Mundial, después de la cual los imperios coloniales también dejaron de existir.
Uno piensa que lo que conoce es lo que existe, y las dinámicas que superan una vida humana nos son muy difíciles de imaginar. La inestabilidad que hoy vemos, y muchos atribuyen a fenómenos de corto plazo, es en realidad una de estas dinámicas que nos superan. Las naciones inventadas en Europa del Este tuvieron que redefinirse después de la caída del Muro; las de Medio Oriente nunca han podido cuajar, como ocurre también a través de toda África. Menos, pero también inestable, es la herencia del Raj: Pakistán, Bangladesh, Myanmar e India.
Hoy hay países que buscan regresar al imperio que alguna vez fueron, pero las tecnologías de comunicación no lo permiten. Hoy, las naciones también han perdido su carácter de “comunidad imaginaria”, a manos de esas mismas tecnologías. El dicho famoso hace unos años, “piensa global, actúa local” parece haberse convertido en “piensa identitario, actúa global”. Identidades que sólo tienen sentido en las redes comunicacionales impiden eso que antes se llamaba “colaboración cívica” en el entorno cercano.
Con una sociedad totalmente desarticulada, a-islada en el archipiélago identitario, nada hay que impida la concentración de poder. En regímenes autoritarios, los hegemones pueden extender su mandato, inventar guerras, destruir grupos, y nada los detiene. En regímenes todavía democráticos, sólo la demagogia puede atraer a los a-islados en cantidad suficiente para alcanzar el poder, y desde ahí emular a los hegemones.
Como ve, no es lo mismo que vivimos hace cien años, pero sí lo es. Es un momento de cambio profundo de estructuras. Ya no de imperios a naciones, muchas de ellas fallidas. Lo que cruje ahora es la idea misma de nación, y no es claro qué pueda reemplazarla. ¿Es más probable el renacimiento de imperios multiculturales? ¿Es acaso posible el regreso de ciudades-Estado? ¿De qué manera las islas identitarias pueden ser compatibles con las necesidades operativas que hasta hoy resuelve la nación?
A través de milenios hemos construido narrativas que nos permiten vivir en grupos cada vez mayores. Es posible que la cúspide la hayamos alcanzado con los medios masivos en los que una sola persona informaba a decenas de millones. La dispersión provocada por las actuales tecnologías no parece incentivar la cooperación necesaria para sostener las sociedades que, hasta hace 15 años, habíamos construido. Curiosamente, esto ocurre cuando, por primera vez, la humanidad empieza a reducir su tamaño.
Sirvan estas ideas, preguntas, hipótesis, para marco de referencia. El próximo año será extraño, pero tal vez con esto algunas cosas empiecen a tener sentido.