La izquierda es hoy antisionista en Europa y Estados Unidos. No es una postura cómoda, por varias razones. La primera, porque supone alinearse en el mismo bando que organizaciones como Hamás: no creo que nadie que haya estado en Gaza en los últimos años pueda sentir otra cosa que desprecio hacia Hamás
Cuando yo era niño, al inicio de los años 60 del siglo pasado, la izquierda solía simpatizar con Israel. Ya había ocurrido la “nakba”, la expulsión de más de 700.000 árabes palestinos de sus hogares y sus tierras durante la guerra de 1948-1949, el conflicto que estableció la existencia de Israel, pero la cosa no tuvo gran impacto en la opinión pública internacional. Como no lo tenía tampoco, hasta entonces, el Holocausto o Shoah sufrido por los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Ambos asuntos eran un horror entre otros muchos de la guerra o un horror entre otros muchos de la descolonización.
La Shoah empezó a ser percibida plenamente (hablamos siempre del público general) a partir de 1960 con el secuestro de Adolf Eichmann en Argentina por un comando israelí, su traslado a Jerusalén, su juicio y su ejecución en 1962. La historia del criminal de guerra nazi, uno de los principales ejecutores del genocidio, dio la vuelta al mundo. Las imágenes de los campos de exterminio se integraron en la cultura popular. El “caso Eichmann” coincidió con la publicación de la novela 'Éxodo', de Leon Uris, un relato heroico sobre la fundación de Israel. 'Éxodo' obtuvo un abrumador éxito internacional y pronto fue llevada al cine, con Paul Newman como protagonista.
Israel, por otra parte, aún parecía un experimento socialista, con sus granjas colectivas (kibutz) y su gobierno laborista.
Las opiniones en la izquierda cambiaron de forma apreciable tras la guerra de los seis días (1967) y la decisiva victoria de Israel, que ocupó Cisjordania con la parte oriental de Jerusalén, Gaza, el Golán y el Sinaí. Israel se había convertido en la primera potencia regional y exhibía una arrogancia que reavivó viejas pulsiones antijudías (mejor esa palabra que “antisemitas”, porque semitas son también los palestinos). El enquistamiento de la ocupación, las desgracias palestinas y los primeros signos inequívocos de “apartheid” entraron en el menú cotidiano de los medios de comunicación.
Golda Meir, primera ministra de Israel entre 1969 y 1974 y último eslabón de la hegemonía laborista, aún pudo sostener la imagen internacional del país. Por ser una mujer dirigente en una región como Oriente Próximo, donde eso era impensable hasta entonces, por la matanza de atletas israelíes ejecutada por la OLP durante los Juegos Olímpicos de Múnich (1972) y por la incertidumbre abierta con la guerra de 1973, cuando por unos días Israel pareció a punto de caer.
Meir pronunció una célebre frase que podía sonar casi encomiable y era en realidad terrible: dijo que los israelíes podían perdonar a los árabes (para ella no existían los palestinos) “por matar a nuestros hijos, pero no podemos perdonarles por forzarnos a matar a sus hijos”. Un psicoanalista podría hacer toda una carrera con la interpretación de esas palabras. Meir no sólo adoptaba la superioridad moral, sino que definía la trampa mental con que los israelíes y los partidarios de Israel siguen descartando hoy cualquier evidencia: los palestinos sufren y mueren por su propia culpa.
En España, la izquierda mantuvo unos años más la simpatía proisraelí porque la dictadura franquista estaba oficialmente en contra de Israel. Pero también eso se acabó.
La izquierda es hoy antisionista en Europa y Estados Unidos. No es una postura cómoda, por varias razones. La primera, porque supone alinearse en el mismo bando que organizaciones como Hamás: no creo que nadie que haya estado en Gaza en los últimos años pueda sentir otra cosa que desprecio hacia Hamás. Que, por otro lado, cierto, encarna la resistencia. La segunda, porque la izquierda se ve obligada a hacer la vista gorda ante las cada vez más frecuentes acciones y expresiones de antijudaísmo, eso tan aborrecible que a lo largo de los siglos ha manchado la cultura occidental.
La tercera razón es política: mientras que a la derecha y en general los sectores proisraelíes les basta con la fuerza de los hechos y los hechos de la fuerza, es decir, la inercia tradicional acelerada por Benjamin Netanyahu, la izquierda tiene que propugnar soluciones sensatas pero difícilmente viables como la de los dos Estados (cada vez más improbable) o la del Estado único e integrador, es decir, algo que ya no sería judío, que ya no sería Israel y que la gran mayoría de los israelíes nunca aceptaría. Porque Israel no es la Suráfrica del “apartheid”, sino algo, por sus implicaciones religiosas y étnicas, mucho más complejo.
En último extremo, buena parte de la izquierda asume, de forma implícita o explícita, la vieja reivindicación palestina: echar al mar a los israelíes. Conviene pensar un poco en lo que supondría eso.
Evidentemente, los conflictos morales y políticos de la izquierda tienen poca importancia cuando se comparan con la matanza cotidiana que sufren los palestinos en Gaza y con la limpieza étnica emprendida contra los palestinos de Cisjordania. Pero, en su pequeña medida, forman parte del gran problema.