Creo firmemente en la centralidad de la formación para que la doble transición verde y digital sea también justa, pero Europa no se puede permitir volver a discursos que se han demostrado desfasados y disfuncionales
Las pasadas elecciones europeas tuvieron lugar en un contexto de encrucijada histórica. Para los y las demócratas en toda Europa, el resultado fue agridulce. Por un lado, la ciudadanía europea evitó una victoria incontestable de la ola reaccionaria, pero se ha producido un evidente giro a la derecha en la composición del Parlamento Europeo. Asimismo, como afirma Chris Bickerton, la extrema derecha ha pasado del euroescepticismo más estridente a un reformismo tibio, una normalización no menos preocupante, con consecuencias también devastadoras para las mayorías sociales europeas.
En Bruselas, el gatopardismo ofrece un pequeño consuelo: todo parece cambiar para que, en realidad, nada lo haga. Se preservan los antiguos equilibrios, evitando, al menos, que el proyecto europeo caiga en manos de quienes desean desmantelarlo. Bajo esta lógica, surge la propuesta de una nueva Comisión Europea que produce, inevitablemente, sentimientos encontrados. Por un lado, la buena noticia: Teresa Ribera será una comisaria excepcional, consolidando el papel destacado de España en Europa y garantizando que la lucha contra el cambio climático siga siendo una prioridad —a pesar de los intentos del Partido Popular por desacreditar a su propio país—. Por otro lado, la mala: la derecha más reaccionaria tendrá su cuota de poder con Raffaele Fitto, una concesión facilitada por la propia socialdemocracia. Y no es el único escollo.
La propuesta inicial de la Comisión incluía los asuntos laborales y sociales en una cartera denominada «Personas, Capacidades y Preparación» (People, Skills, and Preparedness, en inglés), omitiendo explícitamente referencias a los derechos laborales y sociales en su título por primera vez desde el Tratado de Roma. Este enfoque levantó una importante oposición, tanto dentro como fuera del Parlamento Europeo, pues suponía invisibilizar cuestiones esenciales para millones de personas trabajadoras. No podíamos permitirlo.
Gracias a la presión ejercida por numerosos actores y la acción decidida de la sociedad civil, se ha logrado un cambio significativo: la cartera ahora se llamará «Empleos de calidad, derechos sociales, educación, capacidades y preparación» (Quality Jobs, Social Rights, Education, Skills, and Preparedness). Este cambio en la denominación envía un mensaje claro y contundente sobre las prioridades de la Unión Europea y su compromiso con el bienestar de las personas trabajadoras.
Confío plenamente en la persona escogida para la tarea, la socialdemócrata rumana Roxana Mînzatu, y celebro que esta cartera figure como vicepresidencia, con la relevancia y visibilidad que este gesto conlleva. Sin embargo, y aunque este cambio de nombre es indudablemente un paso en la dirección correcta, debemos ser conscientes del peligroso mensaje implícito que lanzaba la presidenta Von der Leyen con el nombre anterior puesto que, pese al cambio, es esperable que la misma lógica permanezca.
La insistencia en las «capacidades» (skills) que lleva instalada en Europa los últimos años parte de una lectura conservadora del mundo del trabajo, según la cual los problemas de precariedad, la epidemia de sueldos bajos o las dificultades para encontrar empleo son achacables no a los legisladores o a los empresarios, sino a la falta de competencias por parte de las personas trabajadoras. Este enfoque supone desplazar la responsabilidad de la parte fuerte de la ecuación a la parte débil, haciéndola culpable de sus propias condiciones. Lo sé muy bien a título personal: cuando el Partido Popular ocupó el Ministerio que hoy tengo la responsabilidad de liderar, también le privó de su nombre, en una época donde era frecuente que los periódicos no tuvieran una sección de Trabajo, solo de Dinero y Economía. En resumen, esta lógica reproduce el dogma neoliberal que tanto dolor causó en mi país y en Europa, y que se mostró, además, fallido e ineficiente.
La formación es un ámbito en el que he puesto especial atención en los últimos cuatro años, desde Bruselas o Luxemburgo. He sido la principal defensora de impulsar una directiva que reconozca de forma efectiva el derecho a la formación a lo largo de toda la vida laboral de todas las personas, ocupadas y desempleadas, que garantice su duración en el tiempo y las condiciones para su ejercicio, tanto durante la jornada de trabajo como fuera de ella, en forma de permisos o licencias de carácter retribuido para la formación. He insistido, asimismo, en la simplificación de los sistemas nacionales de acreditación, certificación, validación y homologación de las competencias adquiridas en otros Estados miembros, así como en el papel que los convenios colectivos deben jugar en la articulación y desarrollo de este derecho. A su vez, he reiterado la necesidad de aumentar los recursos del Fondo Social Europeo destinados a la formación profesional en el trabajo.
En definitiva, creo firmemente en la centralidad de la formación para que la doble transición verde y digital sea también justa, pero Europa no se puede permitir volver a discursos que se han demostrado desfasados y disfuncionales. Hemos de ser coherentes: es en tiempos de incertidumbre cuando más sentido tiene apostar por lo que sabemos que funciona. Precisamente por eso, la prioridad de esta cartera —ahora denominada «Empleos de calidad, derechos sociales, educación, capacidades y preparación»— debe estar en dar forma a un europeísmo laborista que ponga los derechos laborales y los intereses de las personas trabajadoras en el centro; que hable de codificar los principios del Pilar Europeo de Derechos Sociales para hacerlos vinculantes; que defienda, como hace el sindicalismo europeo, un Protocolo de Progreso Social que haga prevalecer los derechos sociales sobre los privilegios de unos pocos; que continúe y lleve más allá los avances logrados en los últimos años, como la Directiva sobre salarios mínimos adecuados.
En la gestión de la pandemia demostramos que el austericidio no es inevitable; que las cosas se podían hacer de forma diferente para mejorar la vida de la gente. Todavía estamos a tiempo de hacer las cosas bien. Tenemos la oportunidad, pues, de garantizar que este cambio en la denominación se traduzca en compromisos de actuación ambiciosos y claros, en los que se prioricen los derechos de las personas trabajadoras en toda Europa.
No nos podemos permitir un déjà vu de 2008: sería el mejor alimento para la extrema derecha. El bienestar de las mayorías sociales y el futuro de la propia Unión están en juego. Este cambio en la denominación de la cartera es un paso en la dirección correcta, pero el verdadero reto radica en convertir las palabras en acción y en poner los derechos sociales y laborales donde siempre han debido estar: en el corazón del proyecto europeo.