Meditación para el domingo I de Adviento
Dios vendrá a nosotros, como lo anuncia con fuerza el mismo Jesús, quien declara bajo imágenes contundentes que volverá en gloria para juzgar a la humanidad: «Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas».
Al igual que los primeros cristianos, que recordaban este anuncio con expectación gozosa, también hoy nosotros nos dejamos interpelar por él. Así iniciamos el Adviento como el tiempo de la espera del Señor, más allá de toda adversidad y preocupación secundaria. Porque la presencia de Dios entre nosotros no ha quedado en historia pasada, sino que nos invita a actualizar su espera con la mirada puesta en un futuro siempre mayor: «Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria».
En el Adviento renovamos la expectación gozosa ante la venida de Dios, que se acerca para sacarnos de una existencia sin sentido y darnos vida en abundancia. Así nos preparamos para conmemorar su venida en la carne hace dos mil años, a la vez que nos disponemos a recibirle cuando vuelva en gloria al final de los tiempos. Entre una y otra venida, reconocemos también la gracia del presente, cuando encontramos al mismo Cristo en sus venidas cotidianas, que son su Palabra, los sacramentos y cada prójimo al que amamos por Dios. Es una expectación hacia el futuro que cuidamos poniendo atención en cómo estamos viviendo el presente, siguiendo la advertencia del mismo que vendrá: «Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra» (Lucas 21, 25-28. 34-36).
Así nos queda claro que mientras esperamos el retorno de Cristo debemos estar atentos, ser vigilantes. Pero él no nos dice que tengamos miedo de lo que vendrá, ni que nos cuidemos de los estremecimientos externos. Nos indica que cuidemos cómo vivimos desde dentro de nosotros mismos, de qué cosas elegimos en libertad, sin evadirnos ante lo que Dios dispone para nosotros. Para esto hace falta salir de la opacidad de una vida que se deja llevar sin más por los acontecimientos. Necesitamos adelantarnos con una caridad inteligente y efectiva a lo que ha de venir. ¡Qué bueno es comprobar que el Evangelio no nos deja en la inactividad! Si bien ha sido Cristo el que lo ha hecho todo por nosotros al dar su vida para salvarnos, él espera nuestra respuesta en consecuencia, es decir, que vivamos la esperanza.
Pero ¿De qué se trata propiamente la esperanza?
Esperanza significa cuidar nuestra espiritualidad, la relación con Dios, para que Él more siempre en nosotros y nos bendiga.
La esperanza crece en ti. Por tanto, valórate. Tienes una dignidad altísima. Estás llamado a acoger la vida de Dios que se te acerca. No te la dejes arrebatar por las preocupaciones transitorias, por el letargo de una vida que transcurre sin un sentido alto.
La esperanza es también el hermano que pasa a tu lado, es decir, el prójimo. Reconoce en él al mismo Cristo, quien nos ha enseñado que cada vez que hacemos el bien por los más pequeños de la tierra, lo hacemos por él mismo.
La esperanza es tu familia, los seres que Dios te ha regalado para que los ames y te enseñen a amar. Dales la prioridad en tu vida, entrégate por ellos, haz presente la vida de Dios en medio de los tuyos.
La esperanza es esa obra que Dios te encomienda realizar hoy para darle gloria. No la dejes a mitad. Vive tu trabajo con pasión, cumple con diligencia tus obligaciones. Al final la recompensa será grande.
La esperanza del Señor crece en su Iglesia: redescúbrete como su hijo y miembro vivo del su pueblo. Participa con alegría de su vida, escucha sus enseñanzas, disponte para renovar en ella un compromiso de entrega y servicio.
Viviendo todo esto estaremos preparando el camino al Señor, como Juan el Bautista, que le anunciaba aun sin haberle visto y así pudo reconocerle y hacerle conocer a los demás. Allí encontraremos nuestro verdadero ser y el sentido de todo lo que hacemos y amamos.