Me entero hoy de casualidad que hace unos días nos dejó doña Alicia (de Tordera), aquella profesora que enseñó las primeras letras a tantos niños, entre ellos a mí. Ninguno de sus antiguos alumnos deja de peinar o entrever canas, por lo que para muchos toledanos puede ser una figura desconocida, lo que es una gran injusticia, porque doña Alicia , como tantos grandes maestros, debería permanecer durante generaciones en el recuerdo. Siempre he creído que la mayor dificultad de la docencia es enseñar a los que parten de cero y doña Alicia (para mí siempre doña, porque jamás me atreveré a quitarle en mi mención ese respeto que se debe a los maestros) se encargaba de enseñar a leer y a escribir sin que cayéramos en el tedio propio de la repetición maquinal. Supo convertir la enseñanza en juego, en competición sana de intelecto que sacaba lo mejor de todos nosotros. Utilizaba un método creado por su tío, también maestro, que llamaban «onomatopéyico», de tal forma que cada letra (y su sonido) se vinculaba con otro de la vida diaria, que a su vez se reforzaba con gestos o signos de la mano y de la cara: la m era la vaquita, porque hacía mu; la r era la moto, que se reforzaba con un gesto de acelerar en el manillar, … Como en todo, había ya entonces quien aplaudía y quien renegaba de tal método. Yo sólo puedo decir que muchos aprendimos de forma extraordinariamente rápida con él, en mi caso tras un sonoro fracaso previo con el sistema tradicional. Doña Alicia supo desatascar los lodos que obturaban mi intelecto y consiguió que acelerara mi aprendizaje hasta conseguir (también en colaboración con mi queridísima doña María Eugenia) incorporarme al curso que correspondía por mi edad, ya que antes de llegar a sus manos perdí uno por mi incapacidad para aprender a escribir y leer en los tiempos marcados para cada edad. Dicen que todos los alumnos se enamoran de sus primeras profesoras. No era el caso. Doña Alicia era, más que nada, una madre, comprensiva, pero estricta que, pese a serlo, jamás causó temor reverencial en sus alumnos; sólo, nada más y nada menos, que respeto y cariño. En mi caso, mucho de ambos. Y no soy el único, me consta. De igual forma que no hay cosecha sin previa simiente, doña Alicia fue la encargada de la sementera de muchas generaciones de toledanos que se han ido distribuyendo laboralmente según sus respectivas capacidades, muchos con enorme éxito. Pero ninguno salía de sus manos con déficit lector. Aseguro que los peores alumnos de párvulos del San Servando, luego San Fernando, acababan leyendo bastante mejor que la media actual de alumnos de 8 años. Hoy mismo, en una especie de pobre homenaje a mi profesora, me pasaré por lo que fue aula de párvulos, en la Diputación. Tendré que imaginarme esa enorme pizarra incrustada en la pared, donde ella era capaz de hacer maravillosos dibujos en cuadrículas, que nos permitía a nosotros ir copiando lo hecho por ella en nuestros cuadernos, dándonos la siempre sorpresa final de que esas líneas, al principio sin sentido, se acababan convirtiendo en dibujos que nunca pudimos imaginar que fuéramos capaces de ejecutar. Años después pensé en el tiempo y en la dedicación que doña Alicia tuvo que emplear durante su vida privada para conseguir esa enorme colección de dibujos con los que conseguía, siempre divirtiéndonos, que fuéramos adquiriendo destreza en el manejo de los lápices, algo absolutamente sustancial en una época en la que todavía lo manuscrito tenía enorme importancia en la vida diaria. No sé si doña Alicia ha sido objeto de homenajes y reconocimientos públicos. Por si acaso, aunque tarde y póstumamente, vaya el mío, al que estoy seguro que se unirán los miles de alumnos que, como yo, traspasaron la puerta de salida de la ignorancia de su mano. Un beso muy fuerte, señorita. Fdo.: Antonio Conde Bajén