Sofía Ruiz pinta la belleza rota. Traza mapas de memoria en la materia de la carne, describe figuras que son recolección y abismo. Su obra reciente no representa a otros, ni es retrato en el sentido tradicional del término. Los personajes de sus telas son variaciones innumerables de su propio rostro y de su propio cuerpo, un ars memoriæ implacable.
Los artistas británicos Francis Bacon (1909-1992) y Lucien Freud (1922-2011) exploraron la desfiguración del rostro en la pintura como metáfora de estados psíquicos. Bacon, en particular, maltrataba la carne de sus personajes con un enfoque visceral, volviéndolos expresivos, vitales y convulsos. Ya el Surrealismo había figurado la deformación o transformación del cuerpo como expresión del subconsciente del artista (Max Ernst). Paralelamente, el registro onírico y mítico consolidó el carácter inquietante del cuerpo representado en el arte surrealista.
Alineada con esta misma vocación desfigurante y emotiva, la obra reciente de Sofía Ruiz revela una cierta brutalidad. El cuerpo representado es a la vez dulce, torturado y perturbador, marcado por silenciosas violencias. Sus figuras evocan sutilmente la iconografía religiosa y mística de la Edad Media y la Era Barroca. En las representaciones de mártires o santos, la carne herida y la exposición del cuerpo -los estigmas, por ejemplo- suelen simbolizar el sacrificio, el dolor y la transfiguración. Pero en la obra de Ruiz persiste un aspecto más inquietante aún: sus personajes desmesuradamente pálidos tienen un cierto matiz cadavérico que apunta a la descomposición orgánica y a la transformación. En palabras de la investigadora Sussy Vargas, su obra evoca una escena forense.
El contrapunto de este tono mortuorio es el destello vitalísimo de la mirada. Los ojos brillantes y cristalinos de sus personajes resultan hipnóticos, capaces de incomodar y conmover. Su carga emocional y psicológica es ambigua. En la juventud evidente de sus figuras se conjuga lo vulnerable con lo siniestro
En Un punto débil una niña de tez pálida y cabello liso y rubio mira de frente con un aire de melancolía. El fondo sugiere un jardín con siluetas de plantas intencionalmente imprecisas y oscuras. La ambigüedad del plano se acentúa con algunas manchas ocre sobre un indeterminado espacio de azul aguamarina, de apariencia desgastada como un viejo recuerdo. Este fondo, apretado casi contra la espalda de la niña y decididamente onírico en calidad, recuerda vagamente algún papel tapiz pintado de una vieja y lujosa casona o las escenografías de los antiguos estudios fotográficos.
Luego de una primera impresión de la mirada misteriosa de la niña, las excentricidades de la imagen exaltan rápidamente la curiosidad del observador: dos orejas de animal (¿un oso? ¿un ratón?) parecen superpuestas a su cabeza. No es la primera vez que Sofía Ruiz aproxima la infancia al animal en su iconografía, sugiriendo en los niños -para ella, figuras metafóricas- las cualidades espirituales o simbólicas de las bestias. Las orejas, pintadas con cierta planitud, contrastan con la calidad naturalista de su rostro y se sobreentiende que se trata de un atributo alegórico.
Luego, otros detalles más oscuros de la pintura: los brazos de la niña, estrictamente recogidos sobre su torso, parecen ocultar algo. Una mancha roja que se filtra por la tela del vestido sugiere la sangre de una herida. Señal de defensa y lenguaje corporal del miedo, los brazos cruzados delatan el tema de la pintura. La mano derecha de la figura lleva marcas purpúreas y rojizas de golpes, al igual que su brazo izquierdo. Y pese a su recogimiento, la niña lleva el corazón -a soft spot- expuesto sobre el pecho, incluso sobre el vestido, como una curiosa, traslúcida y vulnerable protuberancia carnal.
La cuestión de la inocencia perdida es un tema recurrente en el trabajo de Ruiz, abordado con frecuencia en relación a la identidad, el dolor, la pérdida y la transformación. La tonalidad cadavérica de la piel de la niña es también, ya anotado, marca usual de la artista, adepta a las ambigüedades en lo referente a lo vivo y lo exánime.
Curiosas intersecciones de la historia del arte: la estructura general y el personaje de la pintura de Ruiz recuerdan a una obra maestra del arte del Seicento, el retrato póstumo que Agnolo Bronzino (1503-1572) hizo a Bia, hija ilegítima de Cosme de’ Medici, luego de la muerte de esta en 1542 a la edad de 5 años. En esa pintura del Bronzino, Bia aparece ricamente ataviada, con aire melancólico, la tez pálida enmarcada por su cabello liso y rubio, delante de un indeterminado fondo azul. En mitad del pecho, la princesa florentina muerta lleva un gran medallón de oro con el rostro de su padre.
Un punto de vista (2024) es un sombrío juego de palabras para una tela en la que se representa el rostro bello y macabro de una mujer joven. Las notables dimensiones de la obra y el encuadre exiguo crean una proximidad incómoda del espectador con este personaje. Un círculo negro de textura pesada y oscura carcome el rededor del ojo. Ejecutado casi escultóricamente, este empaste de acrílico lustroso quiere revelar la materia negra e irreal del rostro. Esto es: la sustancia de la figura. ¿Efigie de cera o máscara? La artista nos invita a considerar nuestra percepción -pasada y presente- de la realidad.
El pigmento que constituye imaginariamente la piel de la muchacha se derrite como lágrimas de la cuenca descarnada, y cuela también de su barbilla. Algunos mechones de su cabello rosado y las pinceladas descompuestas sobre el pómulo hacen eco de esa desintegración. El rostro delicado se disgrega de manera lenta y asombrosa ante quien lo mira.
En medio de la sustancia precaria de esta muchacha, brilla el magnífico realismo de sus grandes ojos grises. Su mirada parece seguir a quien observa el cuadro, sin importar hacia dónde se mueva. Viejo truco del arte clásico, el dispositivo de la mirada ubicua es particularmente inquietante en esta figura. Acaso viva, acaso no, pero nos mira siempre, como preguntando o pidiendo alguna cosa. Sus labios de paradójica vitalidad parecen estar a punto de revelar un secreto. No es posible ver esta obra realmente sin sentir un profundo desasosiego. La mirada, herida por el vórtice negro, reclama sin cesar hacia sí, como un enigma imposible.
En sus telas u y Rastros (2024), la artista construye la memoria visualmente y de manera acumulativa: los empastes densos de pintura se superponen en capas a los rostros delicados de sus figuras. De ellas, es necesario acotar la calidad extraordinariamente realista, en particular de la mirada. Sus proporciones, sin embargo, delatan la distorsión óptica propia de una fotografía contemporánea.
En casi la totalidad de su obra anterior, la artista utiliza la fotografía antigua como base para la representación de sus personajes. Este es el caso de su tela Ausencia programada (2024). La referencia al retrato de finales del siglo XIX e inicios del XX tiene varias aristas formales y simbólicas. Por un lado, se afirma dentro del pasado. Su lenguaje hace visible un tiempo ya inaccesible, una referencia a la memoria. Su obra retorna sin cesar a la reflexión sobre la cuestión del paso del tiempo. Por otra parte, el retrato fotográfico antiguo, producido con cámaras de fuelle -sea de placa o de película-, tiene cualidades visuales que le son propias: una distancia y punto de vista prudencialmente objetivos con el retratado; una particular textura visible y una aparente reducción del volumen y de la sensación de perspectiva. Las figuras de los retratos antiguos aparecen bien definidas pero un tanto planas, calidad recurrente en la obra de la artista.
En su trabajo reciente, la referencia fotográfica toma una forma contemporánea con la distorsión óptica de un retrato tomado con un lente angular. La textura antigua desaparece. El punto de vista sobre la figura se torna subjetivo. Los rostros parecen cercanísimos, y vistos desde arriba. La calidad fotográfica es visible también en el pecho y los hombros, notablemente desenfocados -como los mira un lente- en particular en Entretejido.
Interesa, en la obra reciente de Ruiz, su acercamiento a la tridimensionalidad. Primero ficticia, en la representación renovada del volumen y la cercana perspectiva -incluso desenfocada-; y luego real, en el uso de gruesos empastes de acrílico acumulados sobre el plano bidimensional de la pintura. Estos mecanismos apuntan a la experimentación de la artista con el espacio real, retando la planitud anacrónica que ha sido canon de su lenguaje. En estas nuevas series, se enfatiza la cuestión de la materialidad, otorgando parcialmente un cuerpo real -tridimensional- a sus obras.
En Rastros, el rostro erosionado de la figura parece emerger y desaparecer en la superficie de la pintura, como si viviera dentro de un espejo. El adorno coronario, elaborado con pintura pastosa, recuerda las coronas vegetales de mitos antiguos, y se configura de manera idílica y abismal sobre el entorno sombrío. Los detalles en rojo aluden a cicatrices o heridas, incluso figurando una en el cuello de la muchacha. Como en Entretejido, Ruiz no da cuerpo pastoso a la figura, sino a los rastros físicos y simbólicos de su vivencia, acumulados sobre ella y a su alrededor en capas densas y confusas. Estas figuras nos miran desde un mundo crepuscular, ornadas con ricas y violentas coronas que son las huellas de lo vivido.
Me atrevo a afirmar que Sofía Ruiz nunca ha pintado un retrato. A la salvedad de un famoso encargo -un jefe de Estado-, su trabajo no retoma más que el cascarón del género, su forma aparente. Decir “retrato” sería una clasificación negligente con el sentido axial de sus imágenes, mucho más complejas por el fondo. La excelencia de su técnica y el formato aparente llevan con frecuencia a esta confusión.
Las figuras de sus pinturas no son personas representadas -en su forma, temperamento, espíritu o atributos-; tampoco recuerdos de personas, personificaciones ni alegorías. El cuerpo de estas figuras es artificio y chivo expiatorio. Son entes vicarios, que Sofía Ruiz forma y deforma en sustitución de otra cosa para decirse a sí misma.
Las telas tienen, sin duda, una vocación narrativa y ciertamente autorreferencial. Todas sus imágenes están atravesadas por una turbulencia subterránea, un desconsuelo agudo. Son formas de la propia artista, desnudadas y transcritas por ella misma librada a su soledad y a su singularidad. La carne propia es un archivo vivo de experiencia, y allí reside el valor amplio de esta obra: en el compendio de nosotros mismos, somos frágiles y sublimes.
Apenas graduada de la Universidad Nacional en pintura, a finales de la década del 2000, la obra de Sofía Ruiz era ya objeto de atención en el medio artístico, fascinado por sus imágenes de hipnótica melancolía. Sus exposiciones se multiplicaron también en el extranjero en los años siguientes. En octubre pasado, la artista recibió el primer lugar en el prestigioso concurso Visual Art Open de Reino Unido, un abierto en el que participan miles de artistas de todo el mundo. Seguido a este premio, Ruiz celebrará próximamente una exposición individual en Londres. La muestra Rastros, donde figuran las pinturas aquí reproducidas, se presenta hasta el 30 de noviembre en la Galería Talentum, en San José