Era media mañana cuando aquel símbolo nos atrajo: nos movíamos mientras observábamos a gente humildísima de un pueblo que todavía huele a barro, personas que caminaban entre la arenilla de las calles y aceras, aún bajo las lluvias. También nos admirábamos con las tendederas de lo que pudieron salvar, los trozos de madera y zinc puestos en fila, listos para levantarse otra vez.
El jeep que nos trasladaba por el municipio guantanamero de San Antonio del Sur se movía a gran velocidad, pero nadie pudo esconder la mirada cuando en un instante nuestro fotógrafo divisó, por una de las ventanillas, la bandera patria que un vecino elevó frente a su casa, quizá en señal de existencia y, por qué no, de predisposición al triunfo.
Aquella enseña sujetada de un árbol de aguacates la descubrimos también entre muchos obreros, equipos y carros que trataban de recuperar la vitalidad del municipio, de la gente que ahora sale a pelear por su vida, como mismo lo hizo contra la corriente embravecida del río que, en cuestión de minutos, aumentó su caudal y su fuerza, a niveles nunca antes vistos por aquellos lares, tras el azote hace más de un mes del huracán Oscar.
Fue de mucho aliento ver ese símbolo apasionante de resistencia y esperanza en medio de la adversidad, en un sitio donde sus habitantes tienen una historia de supervivencia que contar para salvarse y hacerlo con los suyos. Descubrirla batiendo al viento suave es como otra señal de que en Cuba nadie quedará desamparado y de que ella tiene, en cada cubano decoroso, un sitio muy sagrado.
Y es que la bandera de la estrella solitaria ha sido reverenciada desde que existimos como nación independiente, cuando nuestros próceres la escogieron para ir al frente en la manigua, contra el opresor europeo, luego en la Sierra y en el llano también presidió las intensas luchas por la libertad definitiva. Ella se erige como un faro de unidad y fortaleza.
Nuestra insignia roja, blanca y azul que tantas cosas nos dice, la vimos flotar firme, recordando a todos los que pasan por San Antonio del Sur que aunque Oscar haya arrasado con muchas cosas perdura el espíritu de ese poblado, como el de muchos de este país que sufrieron la furia de los vientos huracanados.
Nos recordó también que aun en las condiciones más difíciles sentimos el orgullo de ser cubanos; testimonió que aunque las últimas décadas han sido económica, social y políticamente complejas son muchos los que siguen apostando por la suerte colectiva de nuestro proyecto socialista, a pesar de que mucho dista entre el ideal de sociedad a la que aspiramos y el mundo real que nos toca vivir casi siempre.
En medio de la recuperación la bandera no solo es emblema nacional, es también un monumento de la resiliencia de nuestro pueblo, de quienes han demostrado su capacidad para levantarse, apoyarse mutuamente y seguir adelante. La imagen en medio de los escombros se convierte en un llamado a seguir cultivando la solidaridad y en una afirmación de que, aunque el camino sea duro, estamos juntos en nuestro deseo de renacer.
Estoy seguro de que cada vez que alguien ve esa bandera ondear siente un renovado sentido de pertenencia. En su movimiento constante se percibe el latido de una nación que a pesar de las tormentas que ha enfrentado, continúa soñando con un mañana mejor. Nuestra bandera, en su humildad y grandeza, se convierte en un estandarte de fe en tiempos difíciles, afirmándonos que siempre hay luz y esperanza en el horizonte.
Es hermoso y conmovedor ese gesto de levantar la enseña nacional, que es como levantar el país, honra oportuna a ese símbolo supremo que nos pertenece a todos y que no es de nadie, porque como nos canta el trompetista y compositor Alexander Abreu, «un cubano de verdad da la vida por su tierra/ vive de frente y derecho/ preparado pal´ combate/ y a su bandera se aferra».