Me conmoví cuando mi hija Valentina, que vive en Los Ángeles, me mostró la foto de una despejada área del cementerio en la que aparece intacta, en el centro, la tumba de Bela Lugosi, un personaje del cine que respeto porque en el momento en que nací, justo en el año que me trajo al mundo, Bela Lugosi convertido en el Conde Drácula, atraviesa en lo alto de la majestuosa escalera de su gótico castillo en los Cárpatos una inmensa tela de araña sin romperla. Creo que el escalofrío del misterio comenzó a asediarme desde el preciso instante de mi nacimiento y fue Bela Lugosi, Drácula, el actor húngaro que movió suavemente la cuna de mis primeros años.
El exceso de opio para combatir heridas de guerra y el descenso de su carrera cinematográfica minaron, no solo la salud de Lugosi, sino su dinero, empobreció y fue olvidado. Hizo instalar un ataúd en su habitación para dormir en él porque no soportaba más hacerlo en el colchón del hotel. Corre el tiempo y Lugosi sigue siendo Drácula, El Príncipe de la Noche y al morir se tejieron leyendas sobre su muerte el 15 de agosto de1956. La mejor de ellas, por ser la más falsa, bella, dramática y teatral, es la que afirma que al morir gritó que era Drácula y uno de los vidrios de la ventana estalló porque un murciélago se estrelló al querer entrar para verlo morir.
Con el transcurrir del tiempo el Conde se convirtió en mi sombra, porque el admirable cineasta que fue Frederic Murnau me presentó a Nosferatu, considerado como el primer vampiro del cine. Nosferatu conoció la perfecta sintáxis cinematográfica de Murnau y éste obligó a Jonathan Harker cuando visitó al Conde a cruzar el puente para que los fantasmas vinieran a su encuentro (el puente como límite o frontera entre la realidad y la ficción) y Murnau logró algo verdaderamente sublime: logró que el vampiro esperase que el sol del amanecer entrara por la ventana para sacrificarse por amor.
El azar hizo que en Londres viviera una experiencia que formó y moldeó el ánimo de mis asombros culturales. Era estudiante pobre en París y celebraba mi primer fin de semana en Londres con apenas tres o cuatro libras en el bolsillo. Leí en un periódico que en la cripta de una iglesia anglicana desafectada se activaba un club de admiradores del Conde Drácula. Fui, pagué dos libras, me hice miembro del club, bajé a la cripta y me desilusioné porque allí no había ataúdes, tierra de Transilvania, crucifijos, espejos que no reflejan nada, estacas de madera ni ristras de ajo. Sólo académicos de avanzada edad debatiendo temas de vampirismo, licantropía y antiguas leyendas de transformaciones humanas. ¡Un desencanto! Pero no perdí las dos libras porque el lema del club valía mucho más: «Lo creo, porque es imposible». Con ese lema y Bela Lugosi meciendo mi cuna me abracé al arte.
Me fascinó André Breton cuando dijo que amaba a los fantasmas que entran por la puerta a pleno mediodía porque es la realidad la que es fantástica y nos empeñamos en inventar fantasías para escapar de nosotros mismos. Creo en lo imposible porque en cada paso que doy tratando de entender el misterio que me rodea descubro que vive en mí la imposibilidad de conocerme.