El día 23 de noviembre, hace 102 años que nació don Manuel Fraga Iribarne, el político más importante del centroderecha en los últimos 50 años. En un momento en que la estima popular de la política y de los políticos está por los suelos, resulta estimulante recordar a un personaje de la altura del político gallego. He tenido la oportunidad de publicar recientemente una «biografía intelectual» sobre él. Mucho se ha escrito sobre Fraga, biografías y anécdotas de todo tipo, pero no existe una exposición sobre su pensamiento jurídico-político; este es el motivo inicial que dio lugar a este libro, pues no solo fue un político activo con resultados extraordinarios, sino también un gran intelectual, contradiciendo la tesis de Ortega sobre la incompatibilidad entre el saber y los políticos.
Ciertamente el personaje no se presta a una exposición sistemática, ya que su pensamiento nunca tuvo la pretensión de constituir un sistema y su trayectoria fue muy variada a lo largo de su vida, al igual que su ingente obra. Su biógrafo Rogelio Baón decía: «Fraga es un poliedro». No obstante, es posible encontrar un hilo conductor, que explica el fondo ideológico que alimentaba a su protagonista, sin pretender construir un sistema equivalente a una ideología. Él no creía en las ideologías en el sentido racionalista del término, entendido como un sistema de ideas que explica la realidad producto de una idea absoluta dominante, resultado de la «fatal arrogancia» de un ideólogo, por ejemplo: la lucha de clases. Esto no significa que no tuviera un ideario identificable, ¡ya lo creo que lo tenía! Pero él siempre se consideró un realista. Lo cual no debe confundirse con un pragmatismo ausente de ideología política alguna, si por ideología entendemos, en un sentido impropio, asumir ideas fundamentales o «principios», que te conducen en la acción política. Es más, insistía en la prioridad de los principios y los valores sobre la práctica. Fraga tenía fuertes convicciones y creencias fundamentales que no variaron a lo largo de su vida, que fueron adaptándose de forma evolutiva a lo largo del tiempo, no de manera contradictoria, sino mediante un proceso de adecuación coherente y acompasado a la evolución política de las circunstancias que le tocó vivir. El propósito fundamental de este libro consiste en encontrar esa línea de coherencia y exponer los principios y valores de su ideario, tantas veces anunciados por sus sucesores y tan pocas veces enunciados.
Desde hace algún tiempo, probablemente desde el 2004, España es un país dominado por la «hegemonía cultural» de la izquierda, con un claro complejo de superioridad moral. Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. Cuando hablo de «hegemonía» me refiero al concepto acuñado por Gramsci, que Fraga conocía muy bien y frente al cual llamaba a la movilización de sus seguidores en «la batalla de las ideas». Se trata de la imposición inadvertida del pensamiento único políticamente correcto, que nos invade sin darnos cuenta como el aire que respiramos. La visión política de Fraga no era superior o inferior; era diametralmente diferente, porque su visión política sí era verdaderamente moral.
Fraga siempre tuvo claro que el peligro residía en la confusión entre medios y fines, especialmente después de Maquiavelo, quien transformó la política en una actividad centrada en obtener y conservar el poder, en lugar de ser un medio para obtener el bien común. «El poder, la política y el Estado solo se justifican si constituyen un medio para obtener un fin: el bien común» –nos dice Fraga–, por eso es una actividad moral. Al ser preguntado sobre la verdadera motivación detrás de su vocación política, Fraga respondió: «Yo creo que la cuestión fundamental es optar por el servicio público... Podía haber logrado una notaría y estar viviendo muy bien y cómodamente como registrador o de notario. Desde el momento en que acepté seguir mi vocación publica sabía que tendría que cumplir los requisitos de la excelencia para participar en la carrera, tanto técnica como política, que se me ofrecía por delante».
Deberíamos volver a esa visión vocacional de la política que reclama la excelencia. En el capítulo que lleva por título «La dignidad de la política», describo cómo Fraga consideraba que «la política es la actividad más elevada a la que puede aspirar un hombre», seguía la tradición política de occidente desde Platón y Aristóteles. Pues: «El bien supremo es el objeto de la Ciencia Política. Es el bien del hombre idéntico para el individuo y para la ciudad. Si se le considera como el bien de la ciudad es más grande y perfecto. Por lo cual es más hermoso y divino perseguir el bien de la ciudad».
Bellas palabras que suenan muy lejanas, en un mundo donde la política se ha convertido en un problema, no en la solución. Creo que, en el momento actual, mirar a la figura de Fraga bien pudiera ser la mejor manera de recomenzar una nueva política.