La presidenta Claudia Sheinbaum asistió a la Cumbre del G20, grupo que integran 19 países, ante cuyos gobernantes levantó una voz discordante con aquellas que anteponen las señales de precios y ganancias a las necesidades de las personas.
Habló la presidenta de armamentismo y reforestación en un contexto en el que la humanidad ve con justificado temor la expansión de la guerra entre Ucrania y Rusia promovida por el saliente gobierno de Joe Biden, a lo que Moscú ha respondido con amenazas de usar armas nucleares.
Ante sus escuchas, entre ellos el propio presidente de EU y varios europeos, Sheinbaum habló del absurdo hecho que es que el gasto mundial en armas se esté multiplicando desde hace algunos años.
La prioridad concedida al armamentismo se ha impuesto a la atención que se debería prestar a las desigualdades, a la pobreza extrema en que viven 700 millones de personas y a las catástrofes naturales, cada vez más frecuentes e intensas, entre otros problemas de estos tiempos.
Cada uno de esos factores hacen impensable que la humanidad pueda vivir en paz y con tranquilidad.
Es lógico que se privilegie el gasto armamentista en un régimen socioeconómico que enfrenta a todos contra todos, socavando la capacidad de consenso y de toma de decisiones colectivas; armarse también tiene que ver con la frustración y el enojo de sociedades enteras, a las que se ha despojado del derecho a imaginar un futuro mejor. Palestinos, por ejemplo.
Armamentismo en vez de reforestación (Sheinbaum propuso dedicar una centésima parte del gasto mundial en armas de un año, a emprender el programa de reforestación más grande y urgente de la historia), es otro resultado lógico de un sistema económico y financiero global que se maneja al margen de la sociedad, sin control de los propios estados nacionales.
El neoliberalismo ató a los gobiernos de manos con la idea de dejar que los mercados -a salvo de adjetivos y objetivos sociopolíticos- asignaran los capitales a las inversiones más rentables; los gobiernos de las propias potencias se han quedado con el estrecho margen de maniobra que les permiten las decisiones corporativas que, sin ética ni moral, actúan con la libertad que les permite a las más grandes -entre las que destacan las fabricantes de armas-, ejercer su poder económico y su influencia política para acrecentarlos.
Cuestionar la eficacia de los gobiernos se ha vuelto un mero pasatiempo de tertulias si no se incorpora al análisis el peso del poder económico concentrado en el 1 por ciento de los particulares con intereses financieros, industriales y mercantiles.
No es posible narrar lo que acontece en el mundo ignorando el mayor problema contemporáneo, que es la concentración extrema de poder económico y político en muy reducidos grupos privados.
Los intereses de conglomerados que dominan la industria militar, las fuentes de energía, la comercialización de alimentos, las tecnologías de punta también se ven favorecidos por los tratados internacionales de libre comercio, porque les han otorgado a las empresas transnacionales el poder de denunciar a los gobiernos de cualquier país si consideran que alguna de sus decisiones afecta la rentabilidad estimada de sus inversiones.
Es el caso del litigio de Monsanto contra México por la decisión del gobierno de López Obrador de prohibir la siembra de maíz transgénico para consumo humano, a fin de proteger el germoplasma de nuestros maíces.
Cualquier alternativa al orden mundial gobernado por unas cuantas corporaciones transnacionales, tendría que tener capacidad para imponerse; ideas no faltan, lo que no hay son las instituciones actualizadas que promuevan un acuerdo multilateral y lo hicieran valer.
El «Consenso de Cornwall» es un planteamiento valioso, como hay otros en el mismo tenor, que es el de hacer exactamente lo contrario del consenso de Washington, el cual minimizó el papel del Estado en la economía y presionó a favor de una agresiva agenda de libre mercado, desregulación, privatización y liberalización comercial.
El consenso de Cornwall invertiría esos preceptos para revitalizar el papel económico del Estado y volver a configurar y perseguir metas sociales, fomentar una economía verde, crear solidaridad internacional y reformar la gobernanza mundial poniendo en alto el bien común.
La cumbre del G7, de junio de 2022, se comprometió a impulsar esos planteamientos, sin que haya noticias de su progreso.