Es la luz la que preña el color, el alambique fotónico donde se destila, el vientre fecundo donde caben mil arcos iris y sombras que hablan con las esquinas y las paredes. En esta ciudad de oros tartésicos, de rojos romanos, de encalados árabes y de caobas indianas, la luz tiene el poder de parir, según la furia con la que lo ilumine, una ciudad distinta cada día. No solo cambia la fisonomía de una calle, de un bronce a caballo o de una fachada de almagre. Cambia los jardines y los patios que Romero Murube frecuentaba para dejarse llevar por la tristeza de algunas aspidistras con faringitis por la humedad del claustro y la emoción nupcial de las jazmineras...
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