Alfonso XI de Castilla fue un tipo duro. Las crónicas le definen como un guerrero nato que mantuvo a raya a la nobleza local –revoltosa en exceso– y al que le escocían sobremanera las derrotas contra los musulmanes. El que fuera bisnieto de Alfonso X 'el Sabio' combatió a sangre, fuego y lo que se terciara para evitar la expansión norteafricana en la península, y el mejor ejemplo de ello fue la batalla del Río Salado. Aquella contienda, saldada con victoria, puso freno a la última intentona africana de dominar el territorio. Y el monarca, igual de sabio que su bisabuelo, se aprovechó su impulso para hacerse con otras tantas regiones como Priego, Rute o Benamejí. Nació don Alfonso en Salamanca allá por agosto de 1311. Y, según explica el doctor en Historia Manuel López Fernández en 'Comandantes medievales hispánicos. Siglos XIV y XV' (Desperta Ferro), heredó el trono al año siguiente, tras la muerte de su padre. Pero, chiquillo como era, quedó bajo la tutela de su abuela, María de Molina. Fue ella quien le protegió de las intrigas políticas durante la década que le quedaba de vida y quien hizo que brotara su carácter. Así lo dejó claro la 'Crónica de Alfonso el Onceno', atribuida a Fernán Sánchez de Valladolid: «Comenzó de ser mucho encavalgante e pagose mucho de las armas». A los catorce demostró el chico sus arrestos al conseguir que se reconociera en Cortes su mayoría de edad, y poco después ya dirigía sus pasos hacia el reino de Granada espada al cinto. Allí perdió la virginidad –militar, vaya– con la conquista de Olvera y otras plazas aledañas. Aunque volvió raudo a Castilla para evitar la posible revuelta de los nobles contrarios a su regia persona. A partir de entonces descorchó la botella de las conquistas hasta 1330, cuando firmó un documento clave para la historia como la Paz de Teba. «Mediante este acuerdo, el rey de Granada pasó a ser vasallo suyo, además de pagarle 12.000 doblas de oro anuales en conceptos de parias», explica el autor. Ya asentado en el trono, Alfonso XI se convirtió en lo que López Fernández considera un monarca revolucionario y poliédrico; mucho más que el típico rey guerrero de la época. «En primer lugar, consiguió fortalecer el poder de la monarquía frente a una nobleza que se resistió a doblegarse ante la voluntad del propio monarca. El acatamiento lo consiguió de manera negociada en la mayoría de los casos, presentando a la caballería como base de su modelo de Corte», señala el autor. Además, fundó la Orden de la Banda para premiar a sus nobles más fieles –lo que aumentó su lealtad– y se destacó como uno de los negociadores más eficientes de su era desde el punto de vista internacional, por entonces Portugal, Granada o Fez. Y eso, por no hablar de su actuación en el campo de la cultura. «En este aspecto podemos subrayar la creación de un nuevo discurso cronístico de la mano de Fernán Sánchez de Valladolid, autor de las crónicas de los reinados de Alfonso X , Sancho IV, Fernando IV y el propio Alfonso», señala el doctor en Historia. Aunque su mayor anhelo fue siempre empujar al enemigo árabe hacia el sur. De ahí su obsesión por reconquistar la plaza de Gibraltar, perdida en 1333, o hacerse con el dominio naval del Estrecho para evitar el transporte de tropas a la península por parte de los norteafricanos. En este contexto con perfume a reconquista, los benimerines se hicieron con el poder en el norte de África y decidieron expandirse hacia la península a comienzos del siglo XIV. Un problema supino para don Alfonso que terminó de recrudecerse en 1339, cuando el rey Abu-I-Hasan arrebató con su flota las aguas del estrecho de Gibraltar a Castilla. Lejos de detenerse, estas tribus se aliaron con el reino nazarí de Granada y, a mediados de septiembre, iniciaron la marcha hacia la ciudad cristiana de Tarifa. Así, ante lo desesperado de la situación, el rey castellano Alfonso XI decidió poner fin a la situación haciendo uso de la táctica que mejor conocía: la guerra. «Digno competidor iba a encontrar el benimerín en el joven y fogoso Alfonso XI. Guerrero nato, se decía de él que ni un solo día podía vivir sin guerra», destaca el ya fallecido experto en historia Ambrosio Huici Miranda en 'Las grandes batallas de la Reconquista durante las invasiones africanas'. El rey ordenó preparar a sus soldados para encontrarse con el ejército musulmán que asediaba Tarifa, el cual había recibido también tropas de refuerzo de Yusuf I, monarca nazarí de Granada. Ante la descomunal fuerza enemiga, el castellano solicitó ayuda a su suegro, Alfonso IV de Portugal. Contra ellos jugaba el tiempo: a más tardanza, más posibilidades había de que cayera la urbe. Por ello, el ejército cristiano forzó la marcha hasta que, casi extenuado, llegó a finales de octubre de 1340 las orillas del río Salado, un pequeño arroyo de unos siete kilómetros de longitud ubicado cerca de la ciudad de Tarifa. Una vez allí, la vista del contingente musulmán encogió por breves momentos el corazón de los soldados. Y es que, a las puertas de la urbe, se agolpaban nada menos que entre 60.000 y 80.000 enemigos, un ejército formado en su mayoría por lanceros a pie, ballesteros y los temidos jinetes ligeros mahometanos, de gran versatilidad en combate. A cambio, los cristianos sumaban 9.000 jinetes y 13.000 infantes. Los números no eran los mejores. Frente a frente, y solo con el río Salado entre ellos, los mandos de ambos ejércitos empezaron a situar sus tropas sobre el improvisado tablero en el que se había convertido la tierra de Tarifa. Así, los musulmanes decidieron quemar sus máquinas de asedio para evitar que fueran capturadas y, tras dividir sus tropas en dos campamentos, se posicionaron para plantar cara a las fuerzas combinadas. Por su parte, Alfonso XI sorprendió a sus enemigos al lograr que 5.000 de sus hombres (4.000 infantes y 1.000 jinetes) rompieran de improviso el cerco que había alrededor de la ciudad y entraran en Tarifa para reforzar a sus extenuados defensores. En la mañana del 30 de octubre, después de confesarse, los cristianos formaron en la que podía ser su última batalla antes de pasar al otro mundo. A su favor tenían la fuerza de la caballería y la fe, pues esta campaña había sido calificada de cruzada por el Papado. Las órdenes estaban claras: los castellanos combatirían contra los benimerines mientras que los portugueses harían frente a las tropas de Yusuf. Para ello, el rey luso recibió el apoyo de 3.000 jinetes hispanos. «Los cristianos formaron su línea de batalla, como era habitual, con una vanguardia de caballería pesada castellana y de órdenes militares, seguida de un cuerpo principal de infantería. A ambos flancos estaban dos unidades de caballería y, en el flanco izquierdo, la caballería pesada portuguesa. El ejército musulmán formó con una sólida falange de infantería, detrás de la cual se situó la caballería magrebí, dividida en cinco grandes unidades. Por detrás se colocó una gran masa de infantería. En el flanco derecho formó la caballería nazarí, al mando de Yusuf I» determinan Juan Vázquez y Lucas Molina en 'Grandes batallas de España'. Después de que el sol se alzara lo suficiente como para que no molestase la visión de los cristianos, el contingente aliado se dispuso a atravesar el río Salado y enfrentarse, de una vez por todas, al enemigo. La vanguardia castellana fue la primera en atacar. «Llegando al río tomaron un estrecho puente, que defendían dos mil quinientos caballos musulmanes, y siendo ellos ochocientos les hicieron ceder el campo», afirma Miranda en su obra. Sin embargo, en lugar de asegurar el puente, la caballería pesada formó una extensa línea y se abalanzó contra la infantería musulmana. El choque fue terrible para los mahometanos, que rompieron la formación. Ante la desbandada de los hombres a pie, a la caballería benimerín no le quedó más remedio que cargar contra los jinetes pesados castellanos en lugar de llevar a cabo su táctica predilecta: la de asaltar y atacar al enemigo. Este fue uno de los primeros errores musulmanes, pues se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo a la que, en pocos minutos, llegaron también varios grupos de infantería aliada. Mientras, en el flanco izquierdo, los jinetes portugueses trabaron combate con los nazaríes, a los cuales hicieron huir gracias al apoyo de los caballeros castellanos. Con todo, los aliados sabían que todavía tenían que hacer frente a la potente retaguardia de infantes en un último y cruento combate. Pero, cuando este contingente iba a unirse a la refriega, un milagro se sucedió para los aliados: de improviso, los defensores de Tarifa salieron de la ciudad decididos a asaltar la retaguardia musulmana. Atrapados entre dos fuerzas, los mahometanos supieron al instante que la contienda era imposible de ganar, por lo que iniciaron una retirada caótica que acabó con muchos de ellos ahogados en la playa.