¡Gracias a Dios que existe eso de la indulgencias!, se dijo Julián. Porque si a mi me invitan a unirme a un Grupo de grandes personas, súper excelentes, sin mancha ni nada que objetar, no me atrevería a aceptar la invitación y me autoexcluiría. Me sentiría incómodo viendo resaltar mi tonalidad gris, mi simpleza a su lado. No pegaría nada. Accedería si pudiese sentirme mínimamente apto. Ahora entiendo lo bien que me viene tener la posibilidad de reparar el mal cometido, y comprendo que no puedo conformarme con saberme perdonado, sino que debo remediar el daño causado a los demás, y también a mi mismo. Es providencial tener tantos recursos para conseguirlo, con el bien que pueda hacer o con el mal que pueda sufrir: enfermedades, desilusiones, tristezas, contratiempos, etc. Y, si no ha sido suficiente, en el purgatorio tras la muerte.
¡Y yo que siempre aborrecí el mes de noviembre! Cada vez que pienso que es cuando se nos brinda esta enorme oportunidad, y se abre el tesoro de la Comunidad de los Santos para conseguirle a nuestros difuntos los beneficios de la reparación de todas sus culpas, ¡qué mal se me queda el cuerpo!
Y, tras su lectura sobre las indulgencias, decidió dejar escrita esta NOTA para no olvidar que su futuro estaba trenzado de esperanza:
“Noviembre, último mes del año de la Iglesia, del año litúrgico. No por ser el mes de los muertos, porque se tenga una dedicación especial a la celebración de los fieles difuntos, sino porque es el mes que se corona con la exaltación de la Realeza de Jesucristo, con la festividad de Jesucristo, Rey del Universo, que tiene un sentido claramente escatológico (… “pero mi Reino no es de aquí" (Jn 18, 36)). Pone el sello de fe y grandeza al Año, y abre -a su vez- el paso al de mes diciembre, que se prepara -mientras espera- la venida del que ha de nacer, el Hijo, fruto del Amor sin medida del Padre a los hombres, y que los sencillos, abiertos a su Espíritu, saben reconocer cuando llega. Enviado para liberarnos del dominio del pecado y de la muerte. Para alumbrar el amanecer de cada nuevo día del año que se nos concede”.
Entonces recordó por qué las viejas ermitas románicas, como la de su pueblo, señalan hacia el este, a modo de grandes jalones pétreos enclavados en nuestros paisajes, orientadas al Sol naciente, indicando el rumbo hacia donde apunta la travesía de la barca de Pedro, hasta que alcance el horizonte de la Historia y arribe al puerto de la eternidad, donde el Sol ya no se pondrá más.
Y terminó su anotación con un deseo, para los suyos y para todos, que expresó como se le ocurrió: ¡Buena singladura! y ¡feliz arribada!.