Lo que ha ocurrido en Valencia esta semana es propio de los altos hornos decimonónicos de la era victoriana; donde antes el desastre era local, la globalización amplifica sus efectos, pero a todo el mundo le pilla en las mismas circunstancias: trabajando
A veces hay que resignificar el concepto que se tiene de lo que es un país. Tendemos a pensar en un Estado-Nación que cataliza una realidad político-social que sirve los intereses de las clases privilegiadas tanto dentro como fuera de sus fronteras. Y no es una mala definición, porque en esencia un Estado no es más que una herramienta para perpetuar el orden impuesto de la propiedad privada. Lo que ocurre cuando el mundo parece acabarse es que es ese mismo Estado el que, por unos días, se pone al servicio de todos.
Bueno: de casi todos. Yo soy anarquista. Creo que no es ningún secreto que si hubiese nacido en el siglo XIX hubiese sido un buen candidato a disparar a Cánovas del Castillo. Lo que pasa es que este mundo de mierda ha convertido a los utópicos en nihilistas y a los quimeristas en neoprofetas. Siendo prácticos –y conformándonos–, podemos dejar atrás un tiempo esa idea del aparato de represión y empezar a entender el Estado como un escudo; contra la esclavitud y la enfermedad; como un cobijo ante el mundo salvaje de ahí fuera. Asumida esta premisa, aceptados los impuestos y la muerte como parte de nuestras vidas, una idea: también puede ser un ente en el que las buenas personas son mayoría. El Estado es esa cosa que, sí, puede intervenir tu teléfono móvil y hacerte pasar los próximos 25 años en una celda; pero también es el único capaz de sacar un coche de un barranco y llevarte en helicóptero a un hospital, curarte un cáncer –sin vender tu alma de por medio– o, por ejemplo, mandarte una alerta al móvil cuando el cielo se te va a caer encima.
En septiembre de 2023, AEMET alertaba de un episodio de gota fría –los no levantinos le decís DANA– de alto potencial destructivo. Es algo redundante, puesto que las gotas frías han matado a más gente en el Levante que la guerra civil; pero el Gobierno emitió un aviso telefónico a todos los ciudadanos aconsejando quedarse en casa y extremar las precauciones. Aquella tarde se saldó con tres vidas; es duro admitir que hay veces que por mucho cuidado que tengas tu destino está sellado, pero la cifra de muertos no creció gracias precisamente a que todo el mundo sabía el riesgo que se corría. Algún articulista –con más jeta que busto– comentó en la antigua Twitter que “qué coño es ese pitido orwelliano por mucho que llueva”. Hubo locos, igual que ahora, denunciando a AEMET, a Marruecos, a la NASA –creo– y poniendo dianas a diestro y siniestro.
Lo que ha ocurrido esta semana, poco más de un año después, es la réplica distópica y sobredimensionada de lo que pasó en 2023. Es el escenario que todos imaginamos que ocurriría sin ese pitido orwelliano. Y ha ocurrido. No sabría en qué punto de esta premisa es posible abogar –editoriales mediante– por la necesidad de adelgazar las funciones estatales, limitar los recursos; hacer lo que haga falta por salvar una vida. Y ya no hablo de medios: es vergonzoso que no se hayan movilizado los 160.000 militares del ejército. Es vergonzoso que no se haya movilizado hasta al cuerpo municipal de bibliotecarios de Alcalá la Real para ayudar en Valencia. Hablo del interés económico detrás de que el aviso de emergencias llegase después de acabar la jornada laboral, convenientemente tarde para según quiénes. Esta catástrofe se inicia en la Revolución Industrial, cuando a base de carbón forjamos el cambio climático y, de paso, afianzamos el capitalismo. Lo que ha ocurrido en Valencia esta semana es propio de los altos hornos decimonónicos de la era victoriana; donde antes reventaba una caldera de carbón, ahora lo hace una masa de aire cálido e inunda una comarca; donde antes el desastre era local, la globalización amplifica sus efectos, pero a todo el mundo le pilla en las mismas circunstancias: trabajando. Para algunos, ese “Estado opresor” solo es opresor en lo económico –si eso–, pero no quieren de él nada más que eso: opresión. Todo lo que implique salvar vidas, evitar daños, hacer el bien, es secundario. Excepto ahora, que en medio del recuento de muertos se preguntan dónde estaba ese pitido orwelliano.