La larga cola para acceder al mitin de Donald Trump en el estadio Lee's Family Forum de Henderson, en Nevada, serpentea a través de las calles que rodean el recinto. Los seguidores del expresidente han respondido masivamente al llamamiento para asistir a uno de los últimos mítines que dará en el oeste del país antes de las elecciones del próximo día 5 de noviembre. “Si hiciera falta esperaría cien años”, cuenta Michelle, quien ha conducido seis horas desde la vecina Arizona para ver al “hombre que cambiará el destino de América”, añade, completamente segura de que “Trump vencerá si los demócratas no vuelven a robarnos las elecciones”, concluye, repitiendo las palabras que el expresidente ha pronunciado en numerosas ocasiones.
“Yo votaré en persona, no como en 2020, porque estoy convencido de que el voto por correo es fraudulento”, indica Jay Ferguson, un croupier de Las Vegas que se ha pedido el día libre para asistir al evento. A su lado, los tenderetes con el merchandising de Trump están haciendo el agosto. “Hoy he vendido unos 1.000 dólares en camisetas y gorras”, explica Alonso F., uno de los muchos latinos que se dedican a la venta ambulante. “¿Quién ganará? La verdad, no me importa, yo no puedo votar porque no soy ciudadano. He venido a hacer dinero, como Trump”, ironiza el mexicano. ¿Y si pudiese? “Por Kamala, la gente de aquí me quiere echar”, susurra con una sonrisa.
En el interior del estadio los asistentes son de lo más variopinto. Desde familias con sus hijos hasta individuos vestidos con bolsas de basura, o con chalecos amarillos, para significar que están orgullosos de ser “basura”, después de que el presidente Joe Biden los calificase de esa manera. Entre el público, la mezcla de latinos, afroamericanos, asiáticos, blancos e incluso judíos ortodoxos, entre otras etnias y denominaciones, es un espejo del crisol de culturas que es Estados Unidos. “Muchos afroamericanos votarán por Trump, pero no lo dicen por miedo a la caza de brujas que hacen los demócratas. Si fuese un transexual seguro que lo adorarían. Desciendo de esclavos y no quiero volver a serlo”, explica Isaiah, un afroamericano vestido con el traje y la corbata roja típicos de Trump, y en la testa una gorra MAGA con el pelo amarillo que luce el magnate.
Los mítines de Donald Trump son un estímulo constante para los sentidos. En las pantallas de televisión gigantes colocadas alrededor del recinto los anuncios y proclamas se suceden sin cesar, mientras la música ameniza a los miles que esperan. Es una selección de música de baile, country y pop. El volumen es tan exagerado que te hace vibrar, literalmente, en cualquier parte del estadio, más aún si estás cerca de las gradas alrededor de la tarima donde el expresidente aparecerá en breve. La gente baila, se nota que han venido a disfrutar. Algunos llevan disfraces, esta noche es Halloween. Destaca un imitador de Elvis Presley vestido con el icónico traje del concierto de Hawái, capa y brillantes incluidos, situado en la grada colocada detrás de la tarima. Al fin y al cabo, Las Vegas, la ciudad del pecado, está a diez minutos de aquí.
La llegada de Trump, al igual que sucedió al principio del mitin en Wilmington donde estuvo LA RAZÓN, viene antecedida y coordinada por la canción patriótica God Bless America del cantante country Lee Greenwood. El público hace horas que lo espera, son casi las cuatro de la tarde y algunos han llegado al estadio a las siete de la mañana, pero en sus rostros y proclamas se nota que les ha merecido la pena. “Solo quedan cinco días, no les podemos dejar ganar”, son las primeras palabras que dice Trump y el estadio estalla en vítores y cánticos. “¿Estáis mejor que hace cuatro años?”, pregunta luego. Un sentido “no” envuelto en un frenesí de voces es expandido por los que taconean las gradas mientras aplauden. Las promesas del candidato no tardan en llegar. “Kamala y Joe ‘el dormido’ han roto el sueño americano y yo lo voy a reparar”.
Cuando no está defenestrando a su rival, el candidato republicano se ceba con los inmigrantes ilegales. “Son asesinos y no dejaremos que esto vuelva a suceder”, explica, antes de introducir un vídeo sobre una mujer cuya hija adolescente fue asesinada por un inmigrante ilegal. La anciana sentada a mi lado dice “Dios, mío, malditos”. Alrededor muchos suspiran, o gritan de rabia. El final del metraje es una proclama incendiaria y sin escrúpulos que asegura que Kamala es la responsable del crimen por su política en la frontera. El público aplaude, convencido. “Estos criminales hacen que los nuestros parezcan buenos. Cuando sea presidente la invasión inmigrante acabará y la restauración de nuestro país comenzará. Ahora mismo Estados Unidos es un país ocupado. El día 5 de noviembre será el día de la liberación gracias al mayor programa de deportación de la historia que voy a iniciar”, dice tras el vídeo.
“Y también os prometo una cosa, todos los inmigrantes ilegales que asesinen a un ciudadano serán condenados a muerte”, explica el expresidente entre aplausos. Alrededor, más de una voz desquiciada chilla “¡mátalos, mátalos!”. El ambiente rezuma fanatismo y fidelidad ciega. Uno tiene la sensación de que si Trump les ordenase salir a cometer un alzamiento ciudadano lo harían sin dudarlo. No hay medias tintas para los presentes. El expresidente conoce a su audiencia y ataca donde más duele. “Los inmigrantes ilegales que, sinceramente, huelen mal”, llega a decir, “se han quedado con los servicios básicos, los hospitales y las ayudas”. El público le da la razón; todo lo que el magnate dice va a misa instantáneamente.
Uno de los momentos más duros, y populistas, sucede cuando la familia al completo de un soldado veterano que fue asesinado en México sube al escenario. El padre da un discurso donde acusa a los demócratas de “no querer escuchar su caso a tiempo para que se hiciese justicia. Sin embargo, la oficina de Donald Trump se puso en contacto conmigo en 36 horas”. El expresidente está a su lado sujetando la fotografía del hijo muerto vestido con el uniforme de gala azul de los Marines estadounidenses. Cuando se marchan, entre aplausos, Trump promete venganza para la familia.“Sabemos quién es el asesino y obligaremos a México a que nos lo entreguen, eso haré cuando sea presidente”.
Los ataques personales contra Kamala Harris también son la norma, y a la multitud le divierten. Le llama de todo: “incompetente, con un coeficiente intelectual bajo, la peor vicepresidenta de la historia… ¡Kamala, estás despedida!”, grita en una ocasión; esa es la frase que hizo famoso su exitoso programa de televisión The Apprentice. Más adelante dice que “Kamala me acusa de ser una amenaza para la democracia, cuando en realidad soy su salvador”. El tono mesiánico y la energía del lugar intoxican a muchos de los presentes. También saca a relucir otro de sus temas fetiche: el fraude electoral. Y lo lleva más allá de las elecciones que perdió, en 2020, con Joe Biden, asegurando que si no fuera por “los millones de papeletas que siempre aparecen” el estado de California haría tiempo que sería republicano. “Los hispanos de allí me adoran, yo lo sé”, argumenta.
Trump recurre al tema del fraude como si estuviese preparando el terreno para, en caso de derrota y con unos resultados previsiblemente ajustados, lanzarse a impugnar y a clamar que le han robado los comicios, como ya hizo la última vez. “Afroamericanos, hispanoamericanos, árabes americanos, católicos, judíos, musulmanes de este país y tantos otros, solo quieren una cosa: ¡Make America Greate Again! (hacer grande de nuevo a América)”, dice, hacia el final, con el público tan entregado como al principio. “Estas son las elecciones más importantes de la historia de nuestro país”, añade alzando la vista hacia el cielo, orgulloso, jugando con la audiencia como un prestidigitador político que moldea la realidad según su parecer; en eso radica su conexión con el público que se ha entregado en cuerpo y alma hasta el final. Esa es la magia, blanca o negra, según se mire, del candidato Donald J. Trump.