Una de las ventajas de la degradación del discurso político estadounidense es que las posiciones económicas de los partidos rivales pueden resumirse con unas pocas palabras: la posición de Donald Trump es que la economía está en una situación apocalípticamente terrible en todos los aspectos. Kamala Harris afirma que no lo está, y luego cambia de tema. Esta disputa debería ser fácil de arbitrar. ¿Es la situación terrible o no lo es?
El primer punto es para el equipo Trump. Si les preguntas a los estadounidenses cómo va la economía, responden que va mal. Cada mes, desde hace décadas, economistas de la Universidad de Michigan llaman a personas de todo el país y les preguntan si están mejor o peor que hace un año, y si esperan estar mejor o peor dentro de un año. En ambos casos, la proporción de encuestados que dicen estar peor, aunque menor que durante los miserables días de 2022, se mantiene en los niveles observados durante la crisis financiera mundial de 2008. Los estadounidenses están enojados con la economía.
Y lo que es más revelador, dado que los estadounidenses son fundamentalmente personas que compran cosas, los economistas también preguntan si ahora es un buen momento para comprar un artículo caro para el hogar. El número de los que dicen que es un mal momento es ahora mayor que en 2008 y se sitúa justo por encima de los máximos de 2022. Esto es importante. La diferencia entre la cúspide próspera de un ciclo económico y su parsimonioso suelo es, sobre todo, la disposición de la gente a derrochar en artículos grandes, desde lavavajillas hasta electrodomésticos, autos y viviendas.
El sentimiento económico no es el destino electoral. Estas elecciones pueden versar sobre la Constitución, la cultura, la clase o el carácter. Pero el revestimiento económico de todo esto va a importar.
Dicho esto, hay algo curioso en este ciclo. Si nos fijamos en lo que hacen los estadounidenses, en lugar de lo que dicen, el panorama cambia. El gasto en grandes artículos para el hogar nunca disminuyó durante los aterradores primeros días de la pandemia y luego aumentó enormemente en los dos años siguientes. Sorprendentemente, no se ha producido ningún retroceso. Incluso después del derroche de todo el mundo en 2021 y 2022, el gasto en bienes duraderos se ha mantenido estable este año y el anterior. Los estadounidenses creen que es un mal momento para comprar lavavajillas. Pero los compran de todos modos.
Resolver esta paradoja no es fácil, pero en realidad sólo hay un lugar al que acudir para analizarlo: un gran shopping.
No se puede comprar un lavavajillas en el shopping King of Prussia de Filadelfia. El outlet de Sears, donde podrías haber comprado uno, cerró en 2014, dejando espacio a Primark y Dick's Sporting Goods. Pero puedes comprar un colchón en Sleep Number (los precios oscilan entre u$s999 y u$s8500) o Tempur-Pedic (entre u$s1200 y u$s19.000). Y puedes hacer casi cualquier otra compra discrecional que imagines.
El King es el tercer shopping más grande de EE.UU. por metros cuadrados, tiene tres plantas y un kilómetro de largo, sin contar su amplio espacio de aparcamientos. Cuenta con 450 tiendas.
El King es lo bastante grande como para contener varios barrios definibles. En un cruce central, las marcas de lujo europeas de primera clase se agrupan como los pioneros en círculos de carromatos. Balenciaga, Dolce & Gabbana, Burberry, Dior, Hermès, Gucci, Louis Vuitton. Hacia el exterior, se llega a los barrios de clase media donde, por ejemplo, el incondicional de la ropa sensata LL Bean mira de reojo al otro lado del pasillo a su competidor Eddie Bauer. En la periferia están los barrios de lo que sólo puede describirse como parásitos: una tienda de regalos especializada en camisetas impresas con vigorosas obscenidades; una diminuta librería con poco stock especializada en ficción para adultos jóvenes; una tienda de pretzel.
En general, el King es sin duda un buen shopping. Da sensación de amplitud. La luz natural se filtra suavemente desde las claraboyas a los tres niveles. Las plantas no son, como suele ocurrir en los centros comerciales, excesivamente deprimentes. Y lo que es más importante, todo parece nuevo. En la era del e-commerce, cualquier shopping en el que las cosas parezcan mínimamente anticuadas cuenta el tiempo restante para llegar a la subasta por quiebra.
La mayoría de las tiendas del King abren a las 10 de la mañana entre semana. Llegué pasadas las 10:30. El estacionamiento estaba casi vacío, pero el shopping no. Incluso en las tiendas más pequeñas había una o dos personas trabajando, y varias tenían carteles de "Se busca empleado" en la vidriera. Había personal de seguridad, uniformado y de paisano, vigilando todo. Personal de limpieza. Repartidores que traían cajas, blindados que llevaban o traían dinero. Todo este trabajo, por lo que pude ver, no apoyaba comercio matutino alguno. No presencié una transacción real hasta que llegué a Lilly Pulitzer, proveedor de ropa de ocio femenina con estampados chillones. Para entonces, ya llevaba una hora recorriendo el shopping.
Lo que me sorprendió de las primeras horas del día en el shopping, casi sin clientes, fue el gran número de trabajadores que había: unos mil, quizá. Sea cual sea el motivo del enojo de los estadounidenses con la economía, no es la debilidad del mercado laboral.
El condado de Montgomery, donde se ubica el shopping, no es una excepción acomodada. La tasa de desempleo nacional ascendió al 4,1% el mes pasado. El promedio de larga duración, los que llevan 12 meses o más sin trabajo, es del 5,7%. En la próspera segunda mitad de la década de 1990, cuando la confianza de los consumidores alcanzó sus niveles más altos, la media era del 4,8%. El estado con la tasa de desempleo más alta es Nevada, con un 5,5%. Esa cifra también está por debajo del promedio a largo plazo del estado, que es del 6,6%.
Pero la cuestión es la siguiente: apostaría a que nadie que trabaje en el King, o en cualquier otro sitio, piensa que tiene su trabajo gracias a una economía fuerte. Menos aún piensan que la política del Gobierno les consiguió su trabajo. El trabajo de un estadounidense, cuando lo tiene, es producto de su propia habilidad e iniciativa.
A primera hora de la tarde, el shopping empieza a llenarse, no del todo, pero sí hay actividad. Sin embargo, si nos fijamos de nuevo, podemos ver un poco de tensión en el modelo de negocio del King. La mayoría de los centros comerciales tienen grandes tiendas ancla de varios pisos. Un shopping de tamaño normal podría tener una en cada extremo. El poderoso barco que es el King está sujeto por seis anclas: Neiman Marcus, Nordstrom, Macy's, Primark, Bloomingdale's y Dick's Sporting Goods. Si se recorre el perímetro del King con ojo crítico, se observan otras dos posiciones de anclaje que están vacías. También estaban ocupadas por grandes locales. Lord & Taylor cerró en 2020, cuando su empresa matriz quebró. El JC Penney del King cerró en 2017. (Su matriz también quebró en 2020).
En realidad, no fue el Covid el que terminó con estas dos tiendas. En el año 2000, los ingresos de los grandes almacenes estadounidenses rondaban los u$s230.000 millones anuales. En vísperas de la pandemia, la cifra era de u$s132.000 millones. La industria que proporciona cinco de las seis anclas del King se está debilitando cada año que pasa, a medida que el comercio retail online y las tiendas de descuento como TJ Maxx se hacen con la gama baja y las boutiques de marca con la alta. Los grandes almacenes están siguiendo el mismo camino que las calles principales de las ciudades pequeñas: ya no está del todo claro para qué sirven.
Pasé la tarde fingiendo que compraba trajes de hombre. El King ofrece de todo, desde un traje de poliéster negro de u$s360 en Macy's, pasando por uno de lana peinada de u$s800 en Suit Supply, hasta un traje de solapa de pico de Tom Ford de u$s5100 en tela indescriptible en Neiman Marcus. Mucha variedad, pero lo que más me sorprendió fue el solapamiento. Conté 15 lugares dispuestos a venderme un traje azul básico de todo tipo de precios. No sólo había una tienda Ralph Lauren, sino que se podían comprar trajes Ralph Lauren (de varias gamas) en al menos tres de los grandes almacenes, probablemente más si hubiera seguido buscado. En algún momento, la escala imperial del King se convierte en redundancia y uno empieza a preguntarse cuál de los grandes almacenes será el próximo en desaparecer.
Sin embargo, no es del todo correcto afirmar que los ingresos de los grandes almacenes no han dejado de caer durante 25 años. Ahora mismo, están casi al mismo nivel que en vísperas de la pandemia, hace más de cuatro años. Hubo un repunte de las ventas desde principios de 2021 hasta principios de 2023 que empieza a desvanecerse ligeramente ahora.
¿Reavivó la pandemia nuestro amor por los grandes almacenes? El mercado bursátil no está convencido. Las acciones de Macy's no han subido desde principios de 2020, en medio de un furioso repunte del mercado; las de Nordstrom han bajado un 33%. Y hay un par de explicaciones fáciles para la pausa en la caída de los ingresos de los grandes almacenes que no tiene nada que ver con un giro de la industria: hubo un breve período en el que salir de casa para ir de compras parecía novedoso y luego, lo que es más importante, el gasto masivo deficitario del Gobierno. El papel de la generosidad gubernamental suele verse en términos de los u$s814.000 millones en cheques de estímulo enviados en 2020 y 2021. Pero la cuestión va más allá de los cheques de estímulo.
Veámoslo de este modo: cuando el Gobierno tiene déficit, alguien más debe tener superávit. Todo ese dinero prestado y gastado tiene que aparecer en algún lugar: en las cuentas corrientes de los hogares, en los balances de las empresas o en algún otro país. Históricamente, los grandes déficits públicos estadounidenses se han manifestado sobre todo en forma de beneficios empresariales. Y los beneficios empresariales son fuertes en estos momentos.
Esto se puede ver en el precio de las acciones de Simon Property, la empresa propietaria del King y de muchos otros inmuebles comerciales. Ha vivido una racha movida. Cayó de u$s150 a menos de u$s50 en 2020, cuando parecía que no volveríamos a salir de casa. Volvió a subir a u$s170 cuando el fin de los confinamientos liberó la demanda acumulada, y luego cayó a u$s90 cuando aparecieron la inflación y el fantasma de las tasas más altas. Ahora, ha vuelto a los u$s170, deleitándose con la perspectiva de los recortes de tasas.
¿Cómo puede una empresa sometida a presiones estructurales, extremadamente sensible a las tasas de interés, superar un periodo de cambios vertiginosos en la demanda y un enorme aumento de las tasas con la cotización de sus acciones al alza? Miren al Gobierno.
Lo que sugiere una teoría ordenada, aunque no del todo convincente, de por qué los estadounidenses piensan que la economía va mal. Sospechan que la prosperidad que están experimentando es falsa. En algún momento, los inversores mundiales se negarán a comprar bonos caros de un país cada vez más endeudado, los déficits serán imposibles de mantener y se acabará la juerga de compras federales. En el modelo de un economista, incluso la conciencia semiconsciente de la insostenibilidad económica llevaría a un menor consumo y a un mayor ahorro. Pero quizá no en EE.UU.
Ir de compras da hambre, y a media tarde es necesario tomar fuerzas. Un cucurucho de helado de menta, un solo gusto, sin cobertura, en Cold Stone Creamery cuesta u$s9,52, incluidos 54 centavos de impuestos. Es una bola grande, pero es el tamaño más pequeño que tenían. El hecho de que esté trabajando no elimina por completo el dolor de un helado de u$s10. ¡u$s10!
He aquí, pues, la solución más sencilla de todas a la paradoja: la gente simplemente desprecia la inflación. Señalar que el aumento de los precios se acerca ahora a una tasa históricamente normal no sirve de nada. Señalar que los salarios subieron justo al mismo tiempo que la inflación para mantener el poder adquisitivo no sirve de nada. Los precios están 25% más caros, más o menos, que hace cinco años. Cada vez que alguien compra algo se le recuerda ese hecho, y eso hace que el mundo parezca hostil y loco.
¿Qué puede hacer un candidato al respecto? Harris habla de prohibir que los supermercados abusen de los precios, una solución logísticamente difícil y casi con toda seguridad ineficaz para algo que puede que ni siquiera haya ocurrido. Trump culpa de la inflación al Gobierno y dice que reducirá los precios de la energía en un 50% en su primer año de mandato, cosa que no hará. Probablemente nada de la retórica importe mucho. Sólo los hechos jugarán en contra de Harris y a favor de Trump.
La correlación entre los picos de inflación y la baja de la confianza de los consumidores ha sido siempre estrecha al menos desde la década de 1950. Pero cada uno de los picos inflacionarios desde entonces coincidió estrechamente, más o menos, con una recesión y un gran aumento del desempleo. (Tuvimos una recesión de dos meses en 2020, con un aumento del desempleo. Pero eso fue hace cuatro años; el desempleo está en niveles históricamente bajos, el crecimiento es fuerte y el sentimiento sigue siendo terrible). Si el momento actual es representativo, no son los efectos de la inflación lo que la gente odia. Es la inflación en sí misma.
Pasar un día examinando un shopping tiene el sorprendente efecto de matar el apetito por el consumo. Pero yo tengo un estómago fuerte y, en lugar de irme con las manos vacías, me dirijo a una tienda que vende algo sólido, práctico y puramente americano: Levi's.
Soy un snob de la ropa, y no tardo en encontrar y comprar uno de los pares más caros de la tienda: unos 501 Selvedge, basados en el patrón de los años ‘80 pero fabricados en Japón. Son preciosos, pero cuando pago u$s260 por unos jeans, hasta el snob que hay en mí se rebela un poco. Sé que el sobreprecio es de un 70% y que estoy pagando por la nostalgia y el prestigio. Pero los compro.
Compruebo aquí algo que la inflación post pandemia puso de manifiesto: las marcas tienen aún más poder del que imaginábamos. Puede que los estadounidenses estuvieran descontentos ante una pandemia aterradora, una inflación escandalosa y la disparada del déficit fiscal, pero no iban a cambiar sus patrones de compra. No se trata sólo de ropa. Mondelez, que fabrica las galletitas Oreo, subió los precios en EE.UU. un 25% entre 2021 y 2024. ¿Cambiaron los consumidores escandalizados a alternativas más baratas? Por supuesto que no. Las ventas de Mondelez en EE.UU. se mantuvieron estables.
Identificar el carácter estadounidense como consumista es un tópico gastado, pero ha demostrado su resistencia al plasmar una realidad económica. Bajo presión, los estadounidenses se quejarán, pero seguirán comprando. Y exigirán ayuda federal para hacerlo. La inflación es, en el imaginario popular, siempre y en todas partes culpa del Gobierno. Puede ser. Pero no hay duda de que nuestro rechazo incondicional a alejarnos del shopping facilitó la suba de los precios.
Esto me lleva a una quinta y última verdad que sin duda no será un factor en las próximas elecciones. Los estadounidenses estamos descontentos con una economía que hemos elegido, una y otra y otra vez.