No es una reforma constitucional sencilla, pero todos deberíamos poder votar en las elecciones presidenciales del próximo 5 de noviembre en Estados Unidos. Está en juego la democracia, tanto en suelo norteamericano como en lo que afecta a la defensa de valores occidentales en todo el mundo. Si Kamala Harris se alza con la victoria, los defensores de la democracia liberal respirarán aliviados. En la política exterior de la que sería primera presidenta del país, se puede esperar cierta continuidad con Joe Biden, pragmático, proteccionista y centrado en la contención de China. Es posible que al cabo de un tiempo la fiscal californiana trace su propia senda, por ejemplo, más combativa en la defensa internacional de derechos humanos. A cambio, si Donald Trump vuelve a la Casa Blanca , sus tendencias autoritarias, su deseo de venganza y su desprecio de las reglas del juego constitucionales e internacionales añadirán caos y tensiones tanto a su país como a un mundo recorrido por una inestabilidad creciente. Desde la invasión rusa de Ucrania se ha producido un cambio de era: se ha dejado atrás un orden basado en normas, presidido por el ideal de la prosperidad global, y se ha entrado en una era de rivalidades, dominado por el imperativo de la seguridad nacional. La confrontación entre la alianza chino-rusa y Estados Unidos y sus aliados permite hablar de una nueva guerra fría. Dos bloques que se entienden incompatibles entre sí y no necesariamente evolucionan hacia una coexistencia pacífica. Sir Robin Niblett nos recuerda que en esta re-edición de un conflicto global existe mucha más interdependencia económica entre los dos polos en liza y que no hay jerarquía Norte-Sur. Los países más poderosos del llamado Sur Global juegan a la triangulación y consiguen ventajas de uno y otro contendiente. Donald Trump pertenece a la tradición aislacionista estadounidense, iniciada por su primer presidente, George Washington. Al mismo tiempo, ha llevado a extremos inimaginables la corriente populista que inauguró Andrew Jackson, un militar pendenciero y duelista que al ganar la Casa Blanca puso fin a la tradición ilustrada de los primeros presidentes. El actual aspirante republicano al Despacho Oval volvería a elegir para su país el repliegue frente al incómodo y costoso papel de proveedor de estabilidad global. La sociedad estadounidense está cansada de guerras, con su altísimo coste en vidas y en dinero y los fracasos de Irak y Afganistán pesan mucho a favor del «pacifismo» de Trump. El problema de una nueva etapa aislacionista estadounidense es que permitiría un ascenso global más rápido de una China, cada vez más nacionalista y asertiva. También daría alas al matonismo ruso y a dictaduras revanchistas como Irán y Corea del Norte. Además, quedaría debilitada la garantía de seguridad atlántica que los europeos hemos disfrutado desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Europa está mal preparada para un mundo en el que muchas interdependencias ahora se consideran vulnerabilidades. Un mundo nuevo en el que el concepto de seguridad engloba políticas tan dispares como el comercio, la inversión, la inmigración, la salud, la energía o la regulación de la tecnología y la inteligencia artificial. Al analizar las encuestas a pocas semanas de las elecciones se advierte una ventaja pequeña pero clara de Harris en el cómputo nacional, alrededor de seis millones de votos. La vicepresidenta ha sido capaz en muy poco tiempo de sacar a su partido del fatalismo, dando por hecho que la victoria de Trump frente a un presidente frágil y sin energía era inevitable. En una campaña sin errores, Kamala Harris ha conseguido presentarse como lo nuevo frente a lo viejo y gastado –ahora Donald Trump es el anciano que pierde el hilo, ve conspiraciones por doquier, promete deportaciones masivas y aranceles gigantes –, ha recaudado fondos de manera espectacular y se ha movido hacia el centro, asesorada por el equipo de Barack Obama. Sin embargo, el resultado de las elecciones depende del Colegio Electoral, un mecanismo de votación indirecta establecido por la Constitución de 1787, que hoy en día favorece a los republicanos. En realidad, en la votación del próximo 5 de noviembre solo hay siete estados en liza, en los que unos pocos miles de votos decidirán quién ocupa el despacho presidencial durante los próximos cuatro años. Pero si a alguien no le gustan las encuestas, basta con recordar lo que decía Mark Twain sobre el tiempo en Boston, «espera cinco minutos». Esta situación de empate, una moneda tirada al aire a cámara lenta, la puede deshacer cualquier «sorpresa de octubre». Ya ha sucedido la primera, la escalada bélica en Oriente Medio. La impotencia de Joe Biden para influir sobre los planes del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, de llevar la guerra al Líbano y frenar de una vez por todas a Irán favorece en principio a Donald Trump, por la subida el precio del combustible y la posible abstención de la minoría árabe americana en el estado de Míchigan. La política exterior no hace ganar las elecciones, pero sí puede hacer perderlas. La alternativa de estas elecciones no es sólo fortalecer o debilitar la democracia. Es un envite existencial: como ha explicado Michael Ignatieff, en cada vez más países occidentales se vota sobre la democracia. Este el caso de Estados Unidos, donde los demócratas piensan que los republicanos han mutado en un culto nacionalista, autoritario y peligroso. Los trumpistas consideran a sus rivales un partido poco patriótico, influido por tendencias comunistas. Gane quien gane, pierde la política con mayúscula, por esta situación tan peligrosa de considerar a los rivales como enemigos de la democracia. Robert Gates ha advertido que una situación tan polarizada y disfuncional no permite hacer frente con éxito a dictaduras cada vez más perfectas y coordinadas. El secretario de Defensa con Bush Jr. y Obama recuerda que la Guerra Fría se ganó gracias a que durante casi medio siglo hubo un consenso básico en política exterior construido por nueve presidentes muy diferentes entre sí.