El reciente anuncio del Ministerio de Sanidad de crear un registro nacional de objetores de conciencia a la práctica del aborto no es algo novedoso ni sorprendente. Tal medida ya está prevista legalmente en la reforma de 2023 de la ley por la que se sustituía el anterior modelo de indicaciones por un modelo de plazos, la Ley Orgánica 2/2010. Curiosamente, y a diferencia de lo dispuesto por la ley que despenalizó la eutanasia, aquella ley de 2010 en su versión inicial guardó silencio sobre el registro, siendo regulado por la Comunidad Foral de Navarra en su ámbito territorial. Por ello, y para salvar esa ausencia, la ley nacional incorporó en 2023 expresamente el registro como garantía del derecho al aborto de la mujer embarazada. También es cierto que se trata de una medida que ha recibido el aval del Tribunal Constitucional, y no solo en la reciente sentencia sobre el aborto de 2024, sino muchos años antes, en 2014, precisamente con ocasión de la regulación del registro de objetores navarros. Así, el TC tiene declarado, por un lado, que la creación de un registro no se contradice con el reconocimiento de la objeción como derecho, ya que su ejercicio no debe permanecer en la esfera íntima del sujeto, pues trae causa en la exención del cumplimiento de un deber. Por el otro, que los poderes públicos tienen el deber de garantizar la prestación del aborto a las mujeres que lo soliciten y que, por tanto, deben contar con los instrumentos necesarios para poder planificar y organizar los recursos humanos y sanitarios necesarios para tal fin. Todo ello nos llevaría a pensar que estamos ante una causa pacífica, extramuros ya de todo debate, amparada por norma legal y refrendada constitucionalmente por el principal garante de la norma suprema. Si ha hablado el Parlamento, aunque sea con una exigua mayoría, y ha hablado el Alto Tribunal, ¿qué papel le queda a la sociedad civil? Pues creo que aún mucho. El ejemplo de Estados Unidos demuestra que el debate del aborto nunca deja de ser pacífico si se resuelve recurriendo a extremos. Ya Ruth Bader Ginsburg, principal defensora dentro de la Corte Suprema norteamericana del derecho al aborto, manifestó en diferentes ocasiones que Roe –caso judicial de 1973 en el que había proclamado el derecho al aborto– había ido demasiado lejos y demasiado rápido, siendo enormemente divisivo y aplazando una solución estable del asunto. Y tampoco parece que el reciente caso Dobbs que anula la doctrina Roe haya pacificado la cuestión. El debate del aborto, por los valores en conflicto que involucra, no es resoluble con normas o sentencias, sino con un amplio consenso social. ¿Es sencillo alcanzar dicho consenso? Obviamente no, pero tampoco es imposible. Lo que sí lo dificulta es que se opte legalmente por proteger uno solo de los intereses, los de la mujer, en detrimento de los profesionales sanitarios y del que va a nacer. El aborto presenta un problema moral profundo sobre el cual la mayoría de las sociedades tienen puntos de vista intensamente contradictorios. Algunos creen fervientemente que una persona humana comienza en el momento de la concepción y que el aborto acaba con una vida inocente. Otros consideran que cualquier regulación del aborto invade el derecho de la mujer a controlar su propio cuerpo. Otros piensan que el aborto debe permitirse en algunas circunstancias, pero no en todas, y también están los que consideran que el aborto debe prohibirse, pero sin criminalizar la posición de la mujer. Como ya expresara hace pocos meses en esta misma página, pese a que el conflicto del aborto sea, por su propia naturaleza, dilemático –o la libertad de la gestante es respetada o lo es el proyecto vital del feto–, la experiencia nos ha mostrado que las soluciones que también lo son no acaban de resolverlo. Ni su criminalización ni su transformación en derecho permiten avanzar hacia lo que parece moralmente más correcto. Y si la solución del aborto pasa por combinar un mecanismo efectivo de protección de la vida con otras soluciones no extremas, lo mismo puede decirse de la objeción. Esta genera enfrentamiento y dificultad para alcanzar acuerdos y consensos. La dificultad del debate radica más en los sesgos ideológicos de los que, en muchas ocasiones, se parte. Se desprestigia la objeción con carácter general, como expresión de posturas retrógradas, a salvo de aquella, claro está, que coincida con nuestras propias convicciones. En todo caso, se trata de un fenómeno en auge en sociedades como la nuestra, cada vez más plurales y en las que las diferentes cosmovisiones sobre el universo y el ser humano no son ni unánimes ni compartidas por una mayoría. Se ha llegado a hablar, metafóricamente, de un Big Bang de la objeción. ¿Cuál es el problema, pues, que presenta esta previsible iniciativa del Gobierno? Bien sencillo, optar nuevamente por lo extremo, por la polarización: ni el feto ni los profesionales sanitarios merecen suficiente protección porque ello va en detrimento del presunto derecho de la mujer gestante. El registro vuelve a ser una solución dilemática que solamente admite dos alternativas extremas: estar o no estar. Y dado que la realidad nos ofrece mayor diversidad de posturas, el registro no suele ofrecer una relación exacta de los objetores existentes en cada momento. El alcance del registro para facilitar la cobertura de la prestación será siempre limitado. Además, el registro de objetores da pie a que los inscritos en él sufran estigma social y profesional. En un contexto ideal no debería darse, pero en el mundo real no puede descartarse. Ante esta situación, el profesional sanitario puede sentirse intimidado y tomar la decisión sobre objetar o no sin total libertad para decidir. Y, por ello, cabe preguntarse, como ya hiciera el Comité de Bioética de España en 2022, si tiene sentido implantarlo cuando su efectividad puede estar bastante limitada y puede entrañar un riesgo de violación del derecho a la libertad ideológica de los objetores registrados . ¿Es proporcional generar ese riesgo para obtener un beneficio bastante limitado? Y acabamos con las palabras de dos grandes de la bioética, Beauchamp y Childress, que recordaban hace años que no es ético que los derechos del paciente se compren al precio del derecho paralelo del médico.