Todo le conducía a la ciudad soñada. Quiso el azar que se cruzase en su camino un cuadro que sólo estuvo expuesto tres meses en el Salón de Otoño de París. Pasó horas sentado delante de ese cielo nocturno y tormentoso que se rompe entre violentos contraluces sobre «una ciudad que, situada en la pendiente de una colina, sube con prisa hacia la catedral». A la Vista de Toledo le siguió el encuentro con otra pintura sorprendente del Greco, esta vez en Múnich, por fortuna también, pues el Laocoonte sólo perteneció tres años a la pinacoteca bávara. Al tiempo que el poeta interiorizaba la tensión dramática de estos paisajes, comenzaba a oír en la entraña más soterrada de su ser la llamada de Toledo. Pero no fue sólo la mano del cretense la que lo llevó a la ciudad milenaria. Hubo también una mano más oscura. Poco después, en las noches del 1 al 4 de octubre de 1912, en varias sesiones de espiritismo celebradas en el castillo de Duino, frente al Adriático, un espíritu que se hacía llamar la Desconocida le reveló que su destino era una ciudad que se elevaba sobre una montaña y «donde el acero se estrecha suavemente contra el ángel». La Desconocida le habló de antiguas iglesias y «cadenas ensangrentadas», y de un viejo puente de piedra «con torres al principio y al final» («Si vas allí ‒le dijo‒, camina bajo el puente, donde están las grandes rocas, y después canta, canta, canta»). Años después, el poeta, más escéptico, desconfiaría de sus cualidades de médium, pero nunca se rio de lo que no podía comprender. Tal vez las casualidades sean las trampas que nos pone el azar para que se cumpla nuestro destino. El 2 de noviembre, día de todos los difuntos, Rainer Maria Rilke, uno de los poetas más grandes del siglo XX , pasea ya por las estrechas calles de Toledo. Se adentra por la calle del Ángel («la calle ¡del Ángel!», repite entusiasmado), y desemboca en San Juan de los Reyes, una iglesia de la que cuelgan «cadenas ensangrentadas», para después, descendiendo por la pronunciada pendiente, cruzar el río por el viejo puente de piedra, el mismo sobre el que unos días más tarde una estrella fugaz le indicará su camino. «Desde este momento en adelante ‒escribe Rilke a su amiga la princesa María von Thurn‒ ya nada fue casual». Las cartas que el poeta escribió desde el hotel Castilla se cuentan entre las mejores páginas que se han escrito nunca sobre Toledo. Con la Guía del Vizconde de Palazuelos, escrita a doble columna en español y en francés, se pierde por los angostos callejones, los cobertizos oscuros y las íntimas plazuelas de esta «ciudad del cielo y de la tierra» donde las cosas las percibe como un eco de su alma. Las tardes inolvidables que pasó ante la Inmaculada del Greco, en el Museo de San Vicente, «una obra a la que he vuelto siempre», inspiraron algunos de los versos más sublimes del poeta. Porque Toledo se le va a revelar como el lugar de las Elegías de Duino : sabemos que empezó a escribir la Sexta Elegía en Toledo, y es posible que también la Novena (la «Novena sinfonía» de la lírica contemporánea, se la ha denominado). Como escribe Antonio Pau, en Toledo, «ciudad que se deshabita y se espectra», este poeta apátrida «dejaría de ser viajero para ser habitante». Fueron cuatro semanas las que pasó en esta urbe «que va a través de todo lo existente», en esta ciudad ingrávida que él vivió como un «sublime relicario», hasta que su mala salud y el frío de noviembre lo empujaron hacia tierras más cálidas, en busca de otro tajo, el de Ronda. Los rondeños, agradecidos, le erigieron una estatua. En Toledo, en cambio, en esta ciudad fundamental para comprender su concepción poética, en esta ciudad «sin límites» donde sigue latiendo el corazón invisible del poeta, no hay busto ni placa ni nada que recuerde a Rilke. Como escribía Hölderlin, ¿para qué ser poetas en tiempos de miseria? Toledo en el cuadro del Greco es Troya, y puede que ambas ciudades a su manera compartan el mismo destino. Sin la poesía, sin la belleza, acabaremos como Laocoonte, el sacerdote troyano al que nadie escuchó, devorados por las serpientes del olvido.