A nadie debe sorprender el fuerte rechazo a la reducción de los controles establecidos sobre el ejercicio de la función pública, en particular, la presidencia de la República. La larga experiencia del abuso y la corrupción fortalece la idea de la supervisión como elemento fundamental del buen manejo de la cosa pública. Es un principio de larga vida y, en términos más generales, está presente en la concepción misma del sistema democrático, basado en la división de poderes y un complejo sistema de pesos y contrapesos.
El 48,8 % de los encuestados por el Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP) de la Universidad de Costa Rica (UCR) se manifestó contrario a la reducción de los controles establecidos sobre las decisiones presidenciales. Con base en ese desacuerdo está la bien justificada presunción de un mal uso del poder ejecutivo sin freno, tarde o temprano inevitable.
Sorprende, en cambio, el apoyo del 38,3 % de los encuestados a la reducción de controles y la existencia de un 12,7 % sin opinión definida sobre un tema de importancia capital. La voluntad de asumir el riesgo del ejercicio descontrolado del poder y sus ineludibles abusos evidencia la profunda penetración de los discursos contrarios a la institucionalidad democrática.
La afectación no es obra de un impulso reciente. Se ha venido cultivando desde hace décadas a consecuencia de inevitables tensiones entre quienes ejercen la supervisión y los supervisados. Estos últimos siempre encuentran en el control un estorbo para sus planes y, en el peor de los casos, una excusa para no ejecutarlos.
La Contraloría General de la República es el órgano de control por excelencia en el Estado costarricense y, justamente por eso, ha sido el principal blanco de ataques de gobiernos de diversos signos a lo largo de los años. La insistencia en una supuesta “ingobernabilidad” del país para justificar, en muchas ocasiones, la ineptitud del Ejecutivo y el estancamiento del Legislativo crea la impresión de un país entrabado por los controles.
Las historias de licitaciones fracasadas y contrataciones imposibles han sido la tónica, pero pocas veces se profundiza en los errores de origen de los proyectos frustrados. El examen de los traspiés apunta a la necesidad de fortalecer las capacidades de las instituciones encargadas de diseñar contratos y licitaciones, en lugar de debilitar la supervisión.
El sistema de vigilancia de la gestión pública, como cualquier otra área de la institucionalidad, es objeto de mejora, pero la eliminación de los controles no es un paso adelante, como se le hace obvio al 48,8 % de los encuestados por el CIEP y no al porcentaje restante.
Quienes en el pasado pretextaron los controles para justificar la falta de ejecución de obras pueden contemplar ahora el resultado más trascendental de sus empeños: para un significativo porcentaje de la población la idea de frenos y contrapesos se ha erosionado al punto de la ruptura con ese principio básico del sistema democrático.
Pero los controles sobre la actividad del gobierno no le han impedido a Costa Rica alcanzar notables avances. Al mismo tiempo, la supervisión insuficiente, sea por lagunas legales o mal desempeño de los encargados, es responsable de costosas decisiones, cuando no carísimos actos de corrupción. Los mecanismos de control son apenas un aspecto de la institucionalidad sometida a desgaste, pero no hay mejor ejemplo. La necesaria recuperación del terreno perdido pasa por una reflexión sobre los discursos y mitos construidos a lo largo de los años.