Por la misma acera de la calle dos hombres cruzan su trayectoria. Uno viene y otro va. Uno de ellos sonríe, gesticula desde lejos, levanta los brazos. El otro, impávido, permanece inalterable. Cada vez más cerca, el primero lo saluda eufórico, en tono amigable y le dispara tres o cuatro preguntas rutinarias. El segundo sale de la situación como puede, fuerza la simpatía y satisface con creces la enérgica demanda del hombre. Tras la despedida, la acompañante le pregunta: «Papá, ¿quién era?». «Ni idea, se habrá pensado que soy mi hermano».