A principios de la década de los noventa, la promesa de la apertura comercial de México y su integración al libre mercado con los Estados Unidos de América y Canadá vaticinaban un éxito rotundo que impulsaba a nuestro país hacia los mejores escenarios económicos internacionales. El estallido del movimiento zapatista de diciembre de 1993 tiró por tierra esa expectativa, de la que pudimos sacudirnos muchos años más tarde. El golpe había sido dado y la inversión esperada voló con dirección al lejano Oriente. El levantamiento chiapaneco pudo habernos privado de frutos que encontraron en China un mejor mercado laboral.
A lo largo de las últimas décadas, nuestro país ha tenido un crecimiento económico mediocre; mucho muy inferior de lo que necesitamos o del que cualquier analista, vista la situación geopolítica de México, podría predecir para él. En el fondo permanece esa incertidumbre sobre si podrá o no sacudirse el lastre que nuestra sociedad arrastra y que le impide explotar su potencial: la creencia que algunos tienen de que la pobreza nacional es causa de oligarquías y de una arraigada injusticia social, un fenómeno que necesita de la abolición de nuestra democracia y una intervención gubernamental equilibradora, que fustiga al capital, para poderse evitar.
La época liberal impulsada por administraciones recientes concedió un respiro a ese temor. Fueron éstas las que impusieron una disciplina en el arte de gobernar y administrar las finanzas públicas, principios que beneficiaron la inversión, crearon empleo y crecimiento económico; en suma, el mejoramiento de la calidad de vida de amplios sectores de la población. Fueron los liberales, también, quienes impulsaron un mejoramiento de la procuración y administración de justicia mediante el replanteamiento del derecho y tutela de los derechos humanos, en los términos en que hoy lo prevé nuestra Constitución.
En el 2018 triunfó el pensamiento progresista que a lo largo de todos estos años ha permanecido latente, aguzado en la eficaz estrategia de identificar y señalar los errores de las administraciones pasadas, que han impedido la necesaria erradicación de la pobreza en el país.
Su advenimiento al poder no se ha traducido en nada que no se pudiera haber predicho o anticipado desde que iniciaron sus campañas para acceder a él, a principios de este mismo siglo: gasto irresponsable y desmesurado de recursos, encaminados a generar clientelas electorales sumamente fructíferas; destrucción de instituciones democráticas; debilitamiento de la labor educativa y, hoy, lo peor, demolición del Poder Judicial, contrapeso constitucional necesario del Poder Ejecutivo de la Unión.
México hoy no es más rico ni más desarrollado de lo que podría haber llegado a ser si hubiera continuado un curso de crecimiento ordenado, en el que se privilegiara inversión productiva que demandara empleo. Ha subido el salario mínimo, pero han disminuido la capacitación y el ánimo de invertir en actividades que demanden mano de obra.
Se habla mucho del urgente aprovechamiento de la relocalización de la inversión estadounidense o “nearshoring”, producto del conflicto geopolítico entre nuestros principales socios comerciales, los EU y la República Popular China. Sería la gran oportunidad de oro para que México pudiera capitalizar y expandir sus actividades productivas. Sería la fórmula necesaria para acercar mejores salarios y una mejor calidad de vida para los trabajadores mexicanos. El problema es que la misma ideología que le arrebató sus sueños a los estudiantes universitarios en la década de los noventas hoy prevalece y está más viva que nunca, a punto de arrebatársela a los estudiantes de la década de los actuales veintes.
La amenaza e inminente conclusión del proceso de reforma constitucional que aniquilaría la independencia judicial, que florece en la retórica de los discursos más progresistas de las corrientes de izquierda que hoy nos gobiernan, es la misma semilla revolucionaria que le ha impedido a México emprender el camino del progreso. Subsiste la división basada en la creencia de que el malestar de muchos es causa inmediata del bienestar de otros. Como si la riqueza y desarrollo profesional, empresarial o comercial de algunas personas constituyera un privilegio corrupto que no se debe tener, por ofender la mediocridad en la que otros se encuentran. Se abomina la idea de que alguien pueda ser rico y exitoso con base en su propio esfuerzo, su talento o su tenacidad.
México volverá a ver pasar otra oportunidad perdida, al no ofrecer condiciones adecuadas para que el capital necesario para impulsar un crecimiento industrial provechoso pueda encontrar en nuestra tierra un afortunado destino. Esta vez, serán otras generaciones las que sufran las penosas consecuencias. Serán los jóvenes nacidos en este siglo los que deberán emprender los cambios políticos necesarios para sacudirse el lastre de nuestros complejos y resentimientos.
A pesar de que el domingo pasado fueron muchos los jóvenes que se manifestaron en las avenidas y plazas del país, en apoyo al Poder Judicial de la Federación y en directo rechazo contra la imposición antidemocrática de una reforma constitucional sin cabeza ni justificación alguna, el Congreso ya ha anunciado que en esta semana habrá de darse lectura y discusión al dictamen de una Comisión de Puntos Constitucionales que no deliberó nada, que siguió instrucciones.
Salieron los estudiantes a marchar, pero a diferencia de lo que ha sucedido en otras latitudes y en otras épocas, las autoridades de este país no los han querido escuchar. Ojalá que se encuentren cauces para remediar el atropello que nuestra democracia y libertad habrán de soportar. Ojalá que la voz y el disgusto de los estudiantes no crezca y no se convierta, como en otras latitudes y otras épocas, en esa verdad histórica que arrollará y se impondrá finalmente contra el liderazgo equivocado de los necios.