Se ha discutido mucho sobre la mala calidad de la herencia económica recibida por Javier Milei, pero poco se ha hablado de la buena calidad de la herencia política recibida por el Presidente, con toda la clase política sumida en un desprestigio que lo ha ayudado a sortear los escollos en materia de gobernabilidad que le presentaba su condición de gobierno de minoría.
Siendo este un tercer gobierno no peronista que sucede a uno peronista, la herencia política de Milei es considerablemente más apacible que la administrada por Fernando De la Rúa y Mauricio Macri. El primero asumió en el medio de fuertes cuestionamientos a la corrupción de Carlos Menem, pero aun así buena parte de la sociedad creía que la del riojano había sido la mejor presidencia de la historia. El segundo comenzó su ciclo con Cristina Kirchner llenando la Plaza de Mayo el último día de mandato, y si bien había una situación económica compleja, esa complejidad era ciertamente asintomática.
Milei asume con el peronismo sumido en una crisis de desprestigio y mala reputación, y sin liderazgos alternativos que avizoren un proceso de renovación. Al punto que, en marzo pasado, el Partido Justicialista no pudo reemplazar al ya por entonces desprestigiado Alberto Fernández de la presidencia del partido, y tuvieron que licenciarlo frente a la dificultad de encontrarle un reemplazo. Una licencia que quedó mal parada frente al escándalo que hoy envuelve al expresidente.
El contexto de desprestigio generalizado de la clase política le ha permitido a Milei justificar de un modo conveniente su triunfo. Hasta aquí han prevalecido interpretaciones de su victoria que le permitieron presentarla como un punto de quiebre en el orden político existente, y que ella representaba una vuelta a la página del fracaso de la política.
Pero la herencia política recibida por Milei no es algo producido por Milei sino dado. Uno podría decir que el gran éxito de Milei es lograr que la mayoría interprete que él es artífice de su devenir y no producto del devenir. Que él produjo el quiebre y no que el quiebre se produjo por su propia dinámica siendo él el beneficiario. Un engaño que sobrestima sus virtudes y subestima su fortuna de poder aprovechar la oportunidad de ser unidad de medida del repudio de la gente hacia los políticos.
Lo cierto es que -aun siendo dado- el desprestigio de la dirigencia política contribuye a neutralizar la resistencia política ejercida por la oposición. Una dirigencia que se siente inhibida de poner obstáculos frente a un dirigente que fue elegido precisamente para terminar con esta clase política desprestigiada. Y esta circunstancia se vuelve críticamente estratégica para un gobierno de hiperminoría, que encuentra en ella la oportunidad de tomar decisiones sin resistencias, incluso forzando los límites constitucionales, como lo hizo con el Mega DNU que no fue rechazado ni por el Congreso ni por la Corte.
Con el sistema político fingiendo demencia por la pérdida de autoridad frente a la sociedad por su desprestigio, Milei logró disimular su déficit en materia de gobernabilidad. Pero esta dinámica no será infinita, y ya empezamos a ver síntomas de que la oposición siente que ganó márgenes de legitimidad para empezar a ofrecerle más resistencia a este presidente.
Este cambio en la naturaleza del vínculo entre el oficialismo y la oposición se vio claramente reflejado en los acontecimientos ocurridos en el Congreso la semana pasada, con sucesivas derrotas legislativas para el oficialismo: Martín Lousteau presidiendo la Comisión Bicameral de Inteligencia, la sanción de la Movilidad Previsional, la derogación del DNU de gastos reservados de la SIDE y la ausencia aún de dictamen para designar a Ariel Lijo para integrar la Corte Suprema.
Esta actitud más combativa de la oposición responde a varios factores. En primer lugar, a los márgenes ganados por la sanción de las primeras leyes para el Gobierno. La oposición dialoguista sintió que, al darle herramientas a Milei, ganó margen para patalear. En segundo lugar, a que ha comenzado un proceso de erosión de la base de apoyos del Gobierno que otorga más legitimidad para ofrecer resistencia. Los meses de junio, julio y agosto han sido meses de deterioro en la imagen del Presidente y en los niveles de aprobación del Gobierno, con caída en la preocupación por la inflación, pero fuerte subida de la preocupación por el desempleo.
La brecha entre lo que Milei quiere y lo que puede
Y en tercer lugar, al deterioro de la relación entre Milei y Macri. En las derrotas en el Congreso, hubo un protagonismo especial del PRO, que pasó de tener una posición colaboracionista a una opositora en el medio del distanciamiento entre ambos protagonistas. Distanciamiento que obedece a que el líder del PRO percibe que no está siendo retribuido de manera justa en relación al apoyo brindado, y que percibe que Milei pretende llevarse los apoyos de sus votantes sin ofrecerle un acuerdo político a cambio.
Un distanciamiento que puede resultarle muy costoso al libertario. Si se intenta encontrar una explicación al deterioro de los indicadores de opinión pública del Gobierno, uno encuentra que estos se explican mayormente en el cambio de posición que han tenido votantes que se identifican con el PRO. Y ello es porque las críticas de Macri erosionan la mayoría del balotaje, habilitando un punto de fuga para los apoyos no libertarios del Gobierno, resultando más costosas en términos de opinión pública, que lo beneficioso que podrían resultarle a Milei las desventuras de Alberto Fernández.
En conclusión, desde la sanción de las leyes Bases y el Paquete Fiscal, el beneficioso orden político heredado por Milei se ha venido desordenando, en un momento donde el arribo al orden económico buscado se ha venido demorando más de lo deseado por el Gobierno, según se desprende de los datos del EMAE de la semana pasada. Y ambas dinámicas se combinan para darnos dos señales negativas en relación a la principal misión que enfrenta este Gobierno, que es la de ordenar la economía antes que se le desordene la política.