Hace unas pocas semanas, aprovechando que ahora estoy sobrado de tiempo, me dio por revolver el contenido de unas desvencijadas cajas de cartón donde guardo todo tipo de objetos que, en algún momento de mi vida, me parecieron dignos de conservar. Por la mayoría siento un especial apego. Hoy —lo admito— podría tirar algunos al cesto de los desperdicios sin que me aguijonee el remordimiento. Pero ocurre que mi propensión a guardar «cosas» se niega de plano a que lo haga. Es que buena parte de lo que allí almaceno tiene para mí un inusitado valor sentimental.
Entre aquel maremágnum de objetos distintos —en el que figuran llaveros, credenciales, cartas, recortes, sellos, pasajes, fotos…— encontré un pequeño frasco, cuya presencia allí no pude explicarme. «Seguro contiene aceite de motor», pensé. Le retiré la tapa, le eché una ojeada a través de la abertura y quedé desconcertado: ¡No tenía nada dentro!
Lo examiné por fuera y ¡eureka! un rótulo casi ilegible (pero en el que identifiqué mi letra) me aclaró el enigma. Decía solamente: Bagacillo. Y al instante recordé haber depositado hace años en aquel envase una muestra de cierto «visitante» indeseable y fastidioso nombrado precisamente así, bagacillo, suerte de evidencia carbonizada del metabolismo energético del ingenio azucarero, negro retinto y de atropellado vuelo, al que las amas de casa del batey donde nací declararon siempre como persona no grata.
La impopularidad del bagacillo la provocaba el testimonio mugriento que dejaba en la ropa blanca y en la epidermis de las personas tan pronto la dirección del viento le imponía un rumbo, luego de ser expulsado por las chimeneas, en cuyas cúspides solían posarse, imperturbables, las auras tiñosas.
Así, en cada contienda azucarera, el bagacillo remontaba vuelo y se colaba por las ventanas, por las puertas, por el cielo raso… Las telas metálicas no constituían obstáculos para sus acometidas. Sus huestes se estrellaban contra ellas y las transcendían en forma de un talco fino que arruinaba los muebles y contaminaba las sábanas.
El antiguo barrio de El Convento era una de sus zonas residenciales preferidas para hacer de las suyas. Por allí se recogían todos los días sacos repletos del repudiado producto, y hasta un popular personaje local fue conocido con el mote de Paco Bagacillo, por andar siempre tiznado hasta la misma nariz con el fastidioso detritus.
Quienes frecuentábamos el parque municipal debíamos sacudir previamente los bancos donde nos íbamos a sentar, so pena de hacerlo sobre una capa de bagacillos que mancharía nuestros pantalones. Si, para nuestro infortunio, alguno aterrizaba sobre nuestras camisas, ¡nada de manotazos! La técnica defensiva era soplarlos hasta hacerlos desaparecer.
En fin, mis maltrechas cajas pusieron ante mí aquel pomito color ámbar, cuyo contenido le había confiado años atrás para mostrárselo algún día a mi descendencia (mis hijas no habían nacido aún) o a mis amistades incrédulas. No tuve en cuenta que Cronos (dios del tiempo) es implacable y no repara en sentimentalismos. Resumen: del negro inquilino no quedaba ya ningún rastro dentro del frasco, el cual, por inservible, no dudé en arrojarlo al latón de la basura.
Rescato este remembranza porque me recordó a mi querido batey azucarero. En tiempos de zafra su perímetro se saturaba de olor a meladura. Una fragancia cálida y dulzona que siempre que la evoco toma por asalto mi memoria olfativa. Pero también evoco al vilipendiado bagacillo. A pesar de su pésima catadura y de su lóbrego currículo, forma parte intrínseca de la historia de mi pueblo.