Los gobiernos de Sánchez se caracterizan por impulsar legislaciones técnicamente fallidas o contrarias a la voluntad política que las anima. Se trata de una constante en las dos últimas legislaturas y afecta a cuestiones que identifican el ideario político de la coalición de izquierdas que preside el líder del PSOE. Una causa general de los clamorosos patinazos legislativos de los últimos tiempos puede ser que la izquierda legisla como habla, incluso como piensa. Dijeron que había que reformar la malversación de fondos públicos para adecuarla a Europa y, de paso, liberar a Puigdemont de su detención, y el Tribunal Supremo demostró que no había cambiado nada la definición del delito. Dijeron que el consentimiento de la mujer iba a ser el centro de la reforma penal contra la violencia sexual y se cuentan por cientos los beneficiados por las reducciones de condenas y por decenas los excarcelados gracias a la ley del 'sólo sí es sí'. Con la ley Trans se anunció una ampliación de derechos y la consecuencia está siendo el temor de las mujeres maltratadas y un regalo para los maltratadores súbitamente autoidentificados como mujer. Y el remate de la ley de Paridad que ha dejado sin cobertura a los trabajadores que pidan permisos por cuidados familiares o adaptaciones de jornada. De «error técnico», lo ha calificado la aún ministra de Igualdad, Ana Redondo. Los portavoces socialistas piden a los jueces que respeten la voluntad del legislador, pero cuando la voluntad del legislador es un caos de ideas y principios y un desorden de valores, cuando se forma con ocurrencias de última hora y acumula afirmaciones y negaciones sobre la misma realidad, los jueces deben limitarse a lo que está escrito. Por algo la iniciativa legislativa del Gobierno por excelencia, el proyecto de ley, está sometido a los informes de órganos consultivos, formados por personas que, a la vista está, saben más que los escribanos del ministro o ministra de turno. Pero el Gobierno elude los proyectos de ley porque no quiere informes discrepantes que fundamenten futuras impugnaciones o desvelen las motivaciones puramente partidistas de sus iniciativas. El ejemplo de la ley de Amnistía, la primera desde 1977, es paradigmático, porque se trata de una proposición de ley de un grupo parlamentario, no un proyecto de ley del Gobierno. Amnistía sobre la que dos gobiernos de Sánchez han emitido juicios diametralmente opuestos: en los decretos de indulto a Junqueras y demás condenados por el 1-O se afirmaba que la amnistía era inconstitucional (y era lo mismo que decía Sánchez antes del 23-J) y ahora dice que encaja impecablemente en la Constitución. Sí, prestemos atención a la voluntad del legislador socialista, porque explica el nivel de corrupción técnica y conceptual que está alcanzado su caótica producción legislativa, incluyendo los atajos del reales decretos-ley, esa vía excepcional de normación convertida en la guarida de un Gobierno que tiene miedo por su debilidad parlamentaria. Un Gobierno que fanfarronea de estabilidad y ya ha tenido que renunciar a sus primeros Presupuestos generales y va camino de hacerlo con los segundos, sobre todo si la voluntad del legislador se explica con el verbo florido de María Jesús Montero, que llama mentirosos a todos los que, incluyendo sus socios de ERC, ven en el pacto fiscal con Cataluña un puro, s imple y arcaico concierto económico . Si tal pacto llegara a aprobarse en las Cortes, todavía tendrá el Gobierno la osadía de pedir a los jueces y magistrados que se atengan a la voluntad, por llamarla así, de la legisladora Montero.