Por irremediablemente frustrante que resulte admitirlo, las películas de Rohmer tienen un reverso de perversidad involuntaria, de trampa cruel y retorcida, algo malo –si acaso lo único– que se identifica con relativa facilidad: pese a la envoltura embrionaria de naturalidad que recubre su obra, todo es en el fondo tan idílico y perfecto y bello, que deseamos que sea real. Necesitamos creer que lo es, o incluso que puede llegar a serlo. Necesitamos que esas casas de campo con manteles de cuadros bordados en lino y siestas a la sombra de los naranjos y lecturas dilatadas y conversaciones de pulida intelectualidad existencialista nacidas en el seno de lo cotidiano y agradecidas intervenciones continuas de gente guapa que alambica sin vergüenza el torrente desbordado de la expresión de sus sentimientos formen parte de nuestra prosaica realidad, porque de lo contrario, qué limitación la nuestra, qué existencia tan absurdamente ordenada y ordinaria.
«No creemos en la potencia milagrosa del montaje y exigimos cada vez más que la imagen robe al mundo la belleza con que éste se adorna», pronunció en su momento este practicante furtivo de la búsqueda de lo bello, este hedónico interventor de la poesía subterránea de lo frecuente sabiendo que esa exigencia lograría materializarse y convertirse en hecho a través de su cine. Revisando la estructura narrativa de películas como «La coleccionista», «La rodilla de Clara», «Pauline en la playa» o incluso «Las noches de la luna llena» tiendo a inclinarme por la idealización constante de los entornos que configuran mi vida porque una cosa extraordinaria del personalísimo sello autoral del cineasta que reverbera a lo largo de toda su filmografía es que no importa en absoluto la época del año en la que transcurra la historia relatada, nos da exactamente igual que los protagonistas luzcan favorecedores jerseys de cuello cisne: en el cine de Rohmer siempre es verano.
Teniendo en cuenta este condicionante estilístico único, es posible que de todos los afluentes naturalistas que componen la tetralogía «Cuentos de las cuatro estaciones» de Éric Rohmer, tal vez sea «Cuento de verano», cinta que nos ocupa en esta entrega de nuestra serie estival, una de las más gozosas, de las más ordenadas, de las más instintivas en términos de encapsulación de la vida, tarea en la que el realizador francés era un auténtico virtuoso.
Dan ganas repentinas durante el transcurso de cada escena llenada con la ligereza atrayente de Melvil Poupaud, Amanda Langlet, Gwenaëlle Simon y Aurelia Nolin de enamorarse con la inconsciencia loca y contradictoria de la juventud en una cafetería del idílico enclave bretón de Dinard, de no tener prisa nunca, de concederle un lugar privilegiado a la intervención arbitraria del azar en cada decisión tomada, de cometer el error anticipado de la duda, de dejarse mecer por el sonido hueco de un mar que no regresa, de atravesar el juego extemporáneo de la curiosidad multiplicada.
La película, acompasada por una luz balsámica y unos encuadres de postal promovidos por la destacada directora de fotografía de confianza de Rohmer –tras el triste fallecimiento del sobresaliente Néstor Almendros con el que el realizador trabajó hasta su desaparición en el 92–, Diane Baratier, responde a esa estructura capitular tan típica de Rohmer (y de un gran referenciador de su obra como Jonás Trueba en «La virgen de agosto») comprendida entre el 17 de julio y el 6 de agosto. Esta horquilla de tiempo le basta a un caprichoso y esparcido estudiante de matemáticas, Gaspard (maravilloso Melvil Poupaud) y aficionado a la composición musical que acude la sede de un renombrado balneario turístico como Dinard para encontrarse con la chica que él considera su novia, Lena (Nolin). Mientras espera su llegada y recorre solitario las calles de este paraíso costero conoce a la interesante Margot, una estudiante de etnología que trabaja como camarera para sacarse un dinero en verano en la «Créperie du Claire de Lune», la cafetería que regenta su tía, y a la irresistible Solene.
Gaspard juega de manera estratégica con la entrega más que evidente de las nuevas candidatas a colonizar su corazón preñado de estío, calor y oportunidades sabiendo en todo momento que cada una de ellas construye un vehículo alternativo de vidas posibles a las que apetece asomarse sin miedo a tener que pedir permiso. Qué glosario de caprichos afectivos tan inolvidable, qué efímero el verano y sus atributos. Qué ganas más tontas de cantar la canción de «Valparaíso» en el coche mientras nos dirigimos a visitar a un marino que estuvo en Terranova y ahora vive en la orilla del Rance y entona melodías viejas que se cantaban en el mar para levar anclas. No es real, pero podría serlo. Igual que el amor, igual que la vida.