Todo estaba cantado para que se iniciara la gran transición a la democracia que Venezuela necesita. La admirable campaña de la oposición en la calle, principalmente por María Corina Machado, la líder y gran movilizadora popular, y el candidato presidencial Edmundo González Urrutia, acompañados por la Plataforma Unitaria y sus dirigentes; con la participación de cientos de miles de voluntarios, provenientes de un amplísimo espectro político eran augurios poderosos. Aunque Maduro y Diosdado no cesen de repetirlo, nadie ofrecía masacres ni castigos, la consigna ha sido solo una: cambio.
Las grandes movilizaciones opositoras durante los meses previos, la fiesta en que millones de electores convirtieron el día mismo de las elecciones, la ausencia total de violencia antes, durante y después de los comicios, ratificaba ese propósito de marchar hacia una nueva Venezuela: republicana, democrática, moderna y próspera.
Esas manifestaciones tan esperanzadoras fueron segadas con el balde de agua helada que el apparatchik que preside el CNE, cuyo nombre es preferible olvidar, arrojó sobre ellas con su primer boletín. En él, horror de horrores, declaraba a Nicolás Maduro ganador, con 51% de los votos.
La sorpresa fue inevitable. Eso era imposible. Venezuela entera había sido testigo de las avalanchas humanas que provocaron Edmundo y María Corina, y de las concentraciones de otras fuerzas opositoras. Las exit polls, conocidas al final de la jornada, eran unánimemente abrumadoras. Asimismo eran los resultados de los primeros escrutinios a lo largo y ancho del país.
Siempre hubo entre los demócratas el temor de que Maduro y los suyos no iban a aceptar su derrota, que “algo” iban a hacer, pero la paliza en todo el país fue tan rotunda que lo racional era aceptarla. Solo quien no quiera a un país se atrevería a una acción tan irresponsable, no es racional para ningún político en el mundo atentar de esa manera contra la voluntad nacional. Lo patriota, lo venezolano era admitir que habían sido rechazados de manera categórica. Pues bien, Maduro y los suyos se atrevieron a desafiar a la inmensa mayoría de ciudadanos, inventaron unas historias tan simples como estúpidas y desconocieron los resultados.
En ese instante histórico, en el que un autócrata y su claque se empeñaban en atentar de manera violenta contra la soberanía popular, había un hombre que pudo haber cambiado la situación con una sola frase. Las mismas tres palabras que millones de venezolanos gritaron en un coro nacional: “Muestren las actas”. Pero ese hombre, el general Vladimir Padrino López, no cumplió con su deber constitucional. Aquello de ser descendiente del ejército libertador de Bolívar lo dejó olvidado. Contrario al interés de Venezuela y para desmayo de la vasta mayoría que había decidido sacar con sus votos a Maduro de Miraflores, declaró que había que acatar la declaración írrita del CNE y ordenó a las fuerzas armadas que impusieran a la fuerza ese acatamiento.
Quizás la ira que Nicolás Maduro ha venido expresando en sus presentaciones posteriores al 28J –esas amenazas cargadas de furia contra los venezolanos que se han limitado a ejercer sus derechos–, tenga que ver también con lo decidido por Padrino López. Es obvio que en la cabeza y el alma de Maduro debe estar ocurriendo ahora la fusión atómica que se da previo al estallido de una bomba nuclear.
Primero porque el impacto de la derrota no se borra con la decisión de desconocer el resultado. Esa es, literalmente, una cura de burro que no puso fin a ninguno de sus problemas y trajo consigo otros. Cierto que se robó las elecciones, cierto que las manifestaciones de rechazo a sus tropelías en barrios y ciudades fueron apagadas con su anunciado baño de sangre. Cierto que fue declarado presidente reelecto (desde el domingo, oficialmente dictador). Pero también es incuestionablemente cierto que se lo debe todo a Padrino López, su salvador, su general Raúl Baduel.
La legitimidad política de Chávez le alcanzó para sobrevivir al 11 de abril y liquidar a su salvador. A Maduro, aunque Padrino lo haya respaldado, el pueblo venezolano lo aplastó con millones de votos. Sobre él cayó una pesada losa que cubre su tumba política y, para empeorar el asunto, voló todos los puentes con la realidad: el triunfo apabullante de la oposición. Si no rectifica, en adelante, no tendrá ante ninguno de sus pares internacionales la misma estatura, todos saben que es un presidente chimbo. Sufrirá a perpetuidad una capitis diminutio política ante factores nacionales que en cualquier momento se expresarán: hasta un modesto alcalde de provincia tiene más legitimidad. Y lo más complicado: ¿qué va a hacer con Padrino? O peor, ¿qué va a hacer Padrino con él?
No hay que desmayar en el esfuerzo de que Venezuela tome el camino que ella misma se dio el 28J. Pero hay que pensar que podría tomar tiempo. Tal vez la posibilidad de llegar a una transición se ha ido, como en el fútbol, a un alargue y quizás toque ganar en penales. Tal vez ese tránsito a la democracia tenga una torcedura que obligue a cruzar el desierto de un gobierno militar-militar, con un civil marioneta en la presidencia. La historia repetida de hace cien años, con un Juan Vicente Gómez, “el Mayúsculo”, en Fuerte Tiuna y un Juan Bautista Pérez, “el Minúsculo” en Miraflores.
Lo que sea que surja de este entuerto chavista, será derrotado por la larga y profunda aspiración democrática del pueblo venezolano. Ocurrió en el pasado, ocurrió el 28J y volverá a ocurrir. Lo que no volverá será la pesadilla de la impostada revolución bolivariana que Chávez pretendió establecer.
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