Teresa lleva poco tiempo limpiando en esa sala de ordenadores apagados. Es viernes, es agosto, es Madrid y ella pasa la fregona en la oficina vacía. Casi. El director de la compañía está allí. Solo. Los marrones y los desafíos no descansan. Los de Teresa son distintos. Sabe que es ecuatoriana, que llegó niña a Venezuela y poco más. Es callada y amable. Él levanta la vista del ordenador y le pregunta cómo ve el panorama, después de las elecciones, con las protestas, las detenciones, las actas visibles y las invisibles. Ella se rompe. «Se ha puesto a llorar por mucho que intentaba aguantar. Tiene decenas de amigos en Venezuela. Algunos sin luz (que han cortado), sin gas, algunos secuestros...
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