Me contó que en los muchos años que tenía habitó sucesivamente en varias casas, unas cercanas a las otras; que todavía ahora, desde cualquiera de ellas podía ver las demás; que por eso se había apropiado del espacio común a todas; que este espacio era su territorio, el límite de su comprensión, de sus más rotundas experiencias y de su seguridad, nunca completa; que a su juicio, más allá de ese territorio que en cierto modo le pertenecía estaba el mundo de los demás, donde todo era ajeno y nada era suyo.
Eso fue lo que me contó. Al día siguiente, iba a desocupar la última de aquellas casas para vivir en adelante en un apartamento, él solito. Los de su familia estaban alborozados; instalarlo ahí los desahogaba de la preocupación que él les causaba y que ya no tendría motivo.
Pensaban que la memoria de los sucesos ingratos padecidos en la última de aquellas casas donde transcurrió la etapa más prolongada de su vida en doméstica compañía se iba a quedar allí, entre el polvo y la humedad; el apartamento no solo era un lugar moderno, limpio, seguro, sino también despejado de recuerdos.
Sin embargo, me contó que estaba aturdido, aterrorizado, convencido de que no solo se trataba de mudarse a otro sitio, alejado de lo que siempre lo había rodeado, en lo que confiaba y lo había hecho como él era, sino a un lugar donde ya no sería nunca el mismo, porque, con la mudanza, lo que había sido ya se habría terminado.
Me lo decía mientras recorríamos la casa, y de aquí y de allá tomaba cosas que tenían cada una de ellas una historia asociada a su vida y que no podría llevarse consigo porque en el apartamento serían inadecuadas, peor aún, impertinentes, se verían mal. Así se lo habían dicho y él lo había aceptado.
Sin decirle nada, pensé en lo que alguien llamaba “la terca fidelidad de los objetos”, que cuando ya no estamos permanecen justo como se habían colocado sin pensarlo.
También supuse que mientras mi amigo, tal era su trastorno, recogía y luego devolvía a su lugar las cosas que dejaba, conjeturaba lo que les pasaría cuando ya no estuviera ahí, en su casa, y tal vez se figuraba la suerte que aguardaba a esos mismos objetos cuando él hubiera muerto.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.