Yo la vi, ella no me vio. Era pasado el arcén de la M-30 a una de las horas en las que todo se licua. Ya digo que no me vio. Tendría veintitantos y allí andaba, bajo el frescor de un escaso árbol pasando la canícula. El cielo llevaba polvo en suspensión, pero ella había encontrado el paraíso viendo pasar los coches como quien ve pasar galeones de las Indias. La envidié por la libertad, por el descaro, de colocarse una tumbona y quizá dormir con la nana del tráfico. El verano hace estragos en Madrid pero, a veces, regala momentos de reconciliación como este. Por un momento quise parar. Preguntarle. El césped ralo y seco daba a la escena...
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