El robo de las elecciones en Venezuela por parte de Nicolás Maduro tiene el aroma inconfundible del «déjà vu» de las dictaduras que buscan perpetuarse. En este caso, el gastado libreto de inspiración castrista, a cuyas triquiñuelas han tenido que abonarse los sucesores de Hugo Chávez al carecer de su tirón popular, se sigue con minuciosa precisión: se manipula un resultado electoral con la complicidad de la misma autoridad que debe garantizar su limpieza, se responde a las protestas con una fuerte represión policial y se termina buscando una efusión violenta en las calles, con grupos parapoliciales y de matones del régimen, que amedrentan a una población que, tarde o temprano, se acabará cansando de ver morir o, en el mejor de los casos, caer presos a sus conciudadanos, ayer convocados para salir de forma masiva a las calles.
Ha pasado una semana de la votación y el Consejo Nacional Electoral (CNE) ha sido incapaz de exhibir las actas de votación y de permitir el contraste del escrutinio, como se lo han exigido la mayoría de los gobiernos del mundo. El viernes se limitó a anunciar que Maduro fue reelegido con el 51,95 por ciento de los votos, frente al 43,18 de los apoyos obtenidos por el candidato de la oposición, Edmundo González, con el 96,87 por ciento de las actas escrutadas. Hasta ahí lo nuevo, que ha sido la disposición de una oposición unida para competir en las urnas pese a que lo hacía con las manos atadas: se le impidió designar a su candidata y millones de exiliados no pudieron votar. Pero esta vez tienen un elevado porcentaje de copias de las actas de votación que refrendarían su victoria por dos a uno sobre Maduro. Hasta el Centro Carter, al que el autócrata elogió dos días antes de la votación porque en el pasado le dio la razón, denuncia ahora que las elecciones «no pueden considerarse democráticas.
Ahí terminan las novedades. Todo lo demás Maduro ya lo ha hecho desde que llegó al poder en 2013. Las provocaciones, las amenazas de construir cárceles para ‘reeducar’ a los opositores, la persecución de sus líderes, el sometimiento de las demás instituciones a sus designios… Estas formas represivas están detrás del éxodo de los 7,7 millones de venezolanos que huyeron tras comprobar en sus propias carnes que no podían desarrollar sus vidas en libertad en su país. Ahora, la nación oscila entre la desesperación y el desamparo, abocada a una nueva oleada de exiliados.
Maduro se ha encastillado en su palacio, a la espera que los demócratas se cansen. La improvisada y débil reacción de Estados Unidos muestra la súbita falta de vigor y el despiste de la Casa Blanca. El gobierno de Biden ha anunciado que González es el ganador de la elección, dando por buenas las alegaciones de la oposición. Costa Rica, Paraguay, Perú, Argentina, Ecuador y Panamá han secundado la decisión norteamericana. Pero Maduro ya ha demostrado que sabe lidiar con las dobles legitimidades y la posibilidad de que Edmundo González se convierta en un nuevo Juan Guaidó es elevada. Por su parte, los gobiernos de izquierda de Brasil, Colombia y México han planteado otra alternativa, que es una negociación directa entre Maduro y González que excluya a María Corina Machado, «bestia negra» del chavismo. Lula, Petro y AMLO han criticado la decisión de Estados Unidos de proclamar a González por atrincherar aún más a la dictadura, pero olvidan que su propuesta tampoco garantiza una cohabitación de legitimidades que ya se produjo en el pasado. Entre tanto, Ramo Verde, el Helicoide o Zona 7, los nombres de los centros de detención y las cárceles que se han hecho siniestramente famosos durante el chavismo, vuelven a hacerse populares.
Editorial publicado por el diario ABC de España
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