En 2018 aparecía la noticia de que el régimen cubano quería alejarse de la represión contra los homosexuales en su nueva Constitución, tras un sinfín de casos de persecución y encarcelamiento por identidad de género o en contra de determinados intelectuales. Uno entonces podía recordar lo que dejó dicho en su «Autoepitafio», su última confesión ya enfermo de sida, escrita un año antes de suicidarse en Nueva York, Reinaldo Arenas: «Cuba será libre. Yo ya lo soy». En su juventud, a Arenas lo habían enviado a Pinar del Río para cortar caña como trabajo forzado por su condición homosexual, y en su autobiografía «Antes que anochezca» habló de cómo él y otros muchos habían sido perseguidos y vigilados.
Una infinidad de trabajos han denunciado lo que el cineasta Néstor Almendros denominó «la supresión general de las libertades cívicas en Cuba», con motivo de su documental «Conducta impropia», que realizó en 1983 junto a Orlando Jiménez Leal. En él, se profundizaba en cómo las instituciones castristas vilipendiaban a los intelectuales y homosexuales cubanos bajo el régimen. En este sentido, hay que tener en cuenta otra figura de las letras cubanas, José Lezama Lima, que por las fechas de la Revolución era ya un autor de prestigio, todo lo cual no impidió que se le acabara ninguneando, sobre todo a medida que el Gobierno iba endureciendo sus prácticas dirigidas a la población y el idealismo político se iba convirtiendo en pensamiento ideológico único que se había de imponer.
De hecho, en la década de los setenta, momento en que se doblegó la decisión de represaliar a los artistas rebeldes, como explicó en un artículo Luis Antonio de Villena, Lezama tuvo la fortuna de no ser encerrado en un campo de concentración como otros homosexuales, pero sí quedó enclaustrado su casa de La Habana Vieja, afectado además por el asma, para lo cual la familia no conseguía medicación. Lezama, el autor de la hermética y barroca novela «Paradiso», tiene un puesto de honor en las letras cubanas dentro de la isla, y otros que fueron atacados resurgen de repente, como Virgilio Piñera, poeta, dramaturgo y narrador cuya obra por fin el Gobierno aceptó divulgar en 2012.
Si antes este autor homosexual y crítico de toda ideología política represiva fue aceptado por el fulgor revolucionario, luego sería excluido de los canales oficiales. Piñera tuvo la valentía de explicar al propio Fidel Castro, en un encuentro de escritores y artistas, el estado de temor que sentían los intelectuales frente al «arte dirigido» que venía de las autoridades políticas; un mecanismo de control en que desde el Estado se elegía la obra literaria, politizándola a su conveniencia, o se excluía a la que era crítica. Esto es algo que habrá de convertirse en una gran lucha para las nuevas generaciones de escritores, que se han preocupado de recuperar el arte literario de aquellos que no disfrutaron de libertad y respeto pero cuyos libros, por su calidad e importancia histórica, tendrán que resurgir tarde o temprano, plenamente libres, en el Caimán Verde. De entre estos literatos y artistas, tenemos a Carlos D. Lechuga (La Habana, 1983), que si bien ha tenido que lidiar con la represión castrista, su caso presenta importantes particularidades, pues, como reza el subtítulo de estas memorias, su historia es la «de un nieto de la Revolución». Así, este cineasta presenta en «Esta es tu casa, Fidel» un magnífico testimonio de lo que fue crecer en la isla caribeña.
«Cuando era pequeño esperaba con ansias que mi abuelo muriera para ver si Fidel se aparecía en el entierro. Yo era un pionero comunista, de esos que llevaban pañoleta roja y eran obligados a recitar "¡Seremos como el Che!" Y venía de una familia muy cercana al poder», empieza diciendo el autor, a lo largo de un texto que aterra y conmueve, lleno de honestidad y claroscuros. Y es que Lechuga presenta sus vivencias entre grises, sin negar los privilegios que tuvo al formar parte de una familia más acomodada que la mayoría, pero poniendo el acento en las jerarquías colectivas y bajo el techo en que vivió a la vez.
Con el triunfo de la Revolución cubana, en 1959, el abuelo del escritor empezó a tener un peso preponderante, pero entonces «el gran jefe: Fidel Alejandro Castro Ruz» (nombre que repetía como un mantra Lechuga) lo envió de embajador al extranjero durante muchos años: «Era su manera de sacarse de encima a gente inteligente que pudiera caer en la tentación de debatirle». De hecho, nadie se atrevía a cuestionar al dictador en voz alta; tampoco el abuelo, que vivía en el lujo pero decía que el comunismo consistía en tener todos lo mismo. No obstante, el autor se daba cuenta de niño que, en contraste con el grueso de la población, que sufría unas carencias descomunales, sobre todo en el llamado Periodo Especial, el entorno familiar constaba de mansiones que «visitaban militares, políticos o celebridades como García Márquez».
Este seguimiento acrítico hacia Fidel por parte de sus acólitos o algunos cubanos incluso de vida inevitablemente austera se expone muy bien en «Esta es tu casa, Fidel». Un ambiente de represión –que alcazaba ridículamente los juegos de mesa y las fiestas navideñas, aparte de la prostitución y la propiedad privada, claro está– en que era mejor mantener oculta toda fe religiosa y sexual no permitida por el gobierno, y que dejó atrás Lechuga «con una carcasa de hielo para no sentir». De tal modo que no se permitió sentimentalismo alguno al decidir irse del país. Lo haría, muy probablemente, pensando, como escribió Gabriela Guerra Rey en el extraordinario «Nostalgias de La Habana, memorias de una emigrante», que salir de allá era hacerlo «de esa ciudad fantástica que ha sido mi hogar y mi cárcel eterna, la luz de mi vida y las sombras y las tristezas» y que, al fin y a la postre, iba a generar «de forma irreversible esta necesidad de escribir».