Concluye la edición de esta cita escénica navarra dirigida por María Goricelaya y Ane Pikaza, quienes ya preparan la próxima edición y confirman a este periódico que volverán a presentarse al concurso para seguir dirigiendo el certamen
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El Festival de Olite ha llegado a su 25 aniversario. Han pasado muchos años desde que la alcaldesa María del Carmen Ochoa reconvirtió lo que había sido uno de los espacios principales de los festivales de Navarra de los ochenta en una de las citas estivales dedicadas al teatro clásico español. Hoy queda bien poco de aquel festival que dirigió durante sus primeros cinco años el histórico Rafael Pérez Sierra. En vez de eso, una gran flor roja reina en la Plaza de los Teobaldos. Una gran rosa de Pieria, creada para el festival por la artista Marta Pazos, que se ha convertido en icono de este festival decidido a convertirse en una de las citas más importantes del teatro contemporáneo español.
Un buen ejemplo ha sido la pieza presentada esta semana, De tal palo de Miguel Oyarzun y Juan Ayala. Una pieza de teatro comunitario, performance colectiva y site-specific (obras creadas para un espacio determinado) que ha surgido de un taller realizado con ciudadanos voluntarios de la merindad de Erriberri, nombre vasco de esta localidad al sur de Pamplona. En la iglesia desacralizada del Convento de San Francisco, y mientras un fuerte cierzo, como se denomina al viento del norte de la zona, azotaba la tarde, comenzó esta pieza en la que el público podía asistir a las conversaciones entre abuelos y nietos. Identidad, transmisión de valores y miedos y deseos de ambas generaciones que resonaban en la nave de esta iglesia del siglo XV.
Oyarzun y Ayala, que ya presentaron esta pieza en la Cuarta Pared de Madrid este año, han recogido la metodología de la compañía canadiense Why Not Theater y su obra Like Mother, Like Daughter. En De tal palo, la mirada vira hacia nietos y abuelos y con especial hincapié en la memoria de lo que fue y supuso la dictadura franquista, algo sobre lo que los nietos, entre los seis y 15 años, poco saben. “¿Qué es eso de que estuviste en la clandestinidad, abuelo, y qué quiere decir clandestinidad?”, le preguntaban dos nietos a un abuelo, navarro, que a los 16 años entró a trabajar en una fábrica de la zona. “¿No sabéis lo que es la clandestinidad?”, les preguntaba el abuelo a su vez, “yo sí, tiene que ver con clan, con un canal de la televisión, ¿no?”, decía el más pequeño.
El abuelo pasaba a explicarles qué quiere decir ser “hijos de la dictadura”, sin libertades, y cómo era “ser tratados como esclavos en la fábrica y querer cambiar las cosas”. “¿Vosotros creéis que podréis cambiar las cosas?”, les preguntaba con cariño el abuelo a dos nietos que no lo tenían claro, “quizá escribiendo”, decía uno de ellos. Se confrontaban así dos generaciones, una que creció bajo el miedo al infierno y la culpa, “ahora que estamos aquí, en lo que era una iglesia, está bien decirlo, no fuimos felices”, manifestaba el mismo abuelo; con otra, todavía por hacer, con miedo a la soledad, a quedarse solos.
La pieza también supo acoger nuevas realidades, niños que han tenido que emigrar por trabajos de sus padres a ciudades más grandes como Bilbao o la realidad bien presente de las comunidades migrantes. Un joven peruano conversa en la pieza con su abuelo que cada cierto tiempo puede venir a visitarlo, “¿querrías estudiar la universidad en Perú?”, le pregunta su abuelo. “La verdad es que no, aquí tengo mis amigos, a mis padres”, le responde con cariño su nieto.
Después de una hora de conversación los participantes de la obra invitaron a los asistentes al claustro donde se habilitaron largas mesas. Con un generoso aperitivo las conversaciones se multiplicaron. Una segunda parte donde, si bien ya no había escenario, la dinámica de la pieza continuó activa entre participantes y el mismo público que siguieron conversando sobre sus miedos ante la muerte de los mayores y sobre cómo recordar a los que se van. Oyarzun y Ayala dominan esta línea escénica. Ambos vienen de realizar una trilogía sobre la juventud en el Museo Reina Sofia. Selfie (2022) donde se confrontaba a la juventud y su uso de las nuevas tecnología con el texto de Guy Debord La sociedad del espectáculo; Capital (2023), que hacía lo mismo con jóvenes de 16 años que comenzaban a enfrentarse al mercado laboral; y Colapso (2024), que abordaba la crisis medioambiental y de modelo económico del capitalismo ante una juventud que comienza a ser consciente del reto al que van a tener que enfrentarse.
El proyecto De tal palo, que continua esa filosofía de teatro comunitario y de creación colectiva, es un muy buen ejemplo de la línea que ha seguido este festival con la nueva dirección desde hace tres años de María Goricelaya y Ane Pikaza, directoras a su vez de La Dramática Errante, compañía vasca que se han dado a conocer por todo el país con espectáculos como Altsasu o Yerma. Estas dos bilbaínas ganaron el concurso para dirigir el festival hace tres años, el año que viene será el último. “Nos volveremos a presentar con un nuevo proyecto a ver si podemos continuar”, declara a este periódico Goricelaya.
Pikaza y Goricelaya han conseguido acometer una doble vertiente para este festival. En cada edición se trata de traer las obras de nueva creación que mayor relevancia han tenido en el país. Buen ejemplo fue el espectáculo que inauguró el festival, Forever, obra de Kulunka Teatro que triunfó este año en los Premios Max. Otro ejemplo es Casting Lear, de Andrea Jiménez, una de las obras que más elogios está consiguiendo allí por donde pasa. Pero, aparte de conseguir acercar una programación contemporánea hasta ahora ausente en la comunidad foral, también se trabaja con la comunidad escénica local, para lo que se han creado residencias de creación y talleres que cada vez están teniendo mejor respuesta. “Este año es el que más demanda y respuesta hemos tenido de la gente del teatro de Navarra y Euskadi”, confirma Goricelaya. En esta edición, fruto de las residencias artísticas, se han podido ver dos obras: Y volver, volver, volver... de Maialen Diaz y Emilia Acaya, y Philía, de la compañía Paraván.
El cambio de este festival hacia lo contemporáneo ya se llevó a cabo por su director anterior, Luis Giménez, que estuvo al frente del festival desde 2017 hasta 2021 y suprimió la palabra “clásico” de su denominación. Una apertura que se ha visto consolidada por la nueva dirección que la ha llevado más allá, las ediciones dirigidas por Giménez apostaban por un teatro contemporáneo pero más tradicional. Aun así, no todas las opiniones están de acuerdo con este giro. En declaraciones a un medio local la antigua alcaldesa María del Carmen Ochoa afirmaba que no se ha respetado el “apellido clásico” del festival: “Hoy Olite no cuenta ni con la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) ni con el apoyo de Almagro, no se ha sabido defender lo que hicimos”.
María Goricelaya afirma, sin embargo, que cuando ellas tomaron el rumbo del festival ese cambio ya estaba dado. “Además, en nuestro diálogo con las compañías navarras, hemos podido constatar que no quieren teatro clásico, porque luego no hay circuito donde poder representarlo. Ellas nos demandan poder ver, trabajar y crear sinergias con compañías de contemporáneo”, dice la directora, que este año ha presentado un programa arriesgado con propuestas como los veteranos Los galindos, compañía de calle y circo bien guerrera; los gallegos de Chévere, que presentaron su pieza sobre Hellen Keller; y los chilenos de Villa, una de las mejores piezas internacionales que han pasado este año por España.
Esta edición cuenta con tres piezas producidas por el Centro Dramático Nacional (CDN) y una producida por la CNTC, Macho grita de Alberto San Juan, una relectura del mito de Don Juan desde una visión crítica con el machismo que podrá verse este fin de semana en el espacio principal de festival, La Cava. Mismo espacio donde este domingo concluirá el festival con otro trabajo producido por el CDN, Iribarne, de Esther Carrodeguas, espectáculo de teatro político que confronta la figura de Fraga Iribarne.
Los tiempos han cambiado. Género, inmigración, memoria histórica, teatro político, performances y una gran rosa plantada en el centro de Olite como símbolo. Aun siendo el 25 aniversario del festival, aparte de unos actos más centrados en el presente del festival y una exposición fotográfica en la Casa de Cultura, tan solo unos solitarios carteles colgados en algunas ventanas recuerdan ediciones pasadas. “Aquí ya no se acuerda nadie de lo de los clásicos”, afirma a este periódico un anciano lugareño de Olite.