Osgood Perkins (‘La enviada del mal’) dirige una de las grandes películas de terror del año, precedido por ilustres referentes y una impactante campaña publicitaria
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Antes de que Ed Gein introdujera oficialmente la figura del psicópata en el imaginario de Estados Unidos, el cine ya había empezado a explotar el morbo que esta podía inspirar a través del llamado “asesino del pintalabios”. Significativamente, además, este criminal misterioso era inseparable de la cobertura mediática en Mientras Nueva York duerme (dirigida en 1956 por Fritz Lang); la descripción del esfuerzo periodístico por entenderlo antes que capturarlo anticipaba que, en el futuro, la sociedad estadounidense no sentiría tanto miedo por los asesinos en serie como fascinación. Fue justo esta fascinación la que explotó Robert Bloch con su novela Psicosis, inspirada en los crímenes de Gein dos años después de su arresto.
Gein fue el primero de todos. El asesino en serie definitivo, que anticiparía el estudio de esa psicología criminal perfeccionada por el FBI en los años 70 —tal y como narraba la serie Mindhunter— y sacudiría la cultura pop. Leatherface en La matanza de Texas se basó en él, el Buffalo Bill de El silencio de los corderos, lo mismo.
Aparte de, claro, el Norman Bates de la mencionada Psicosis, que Alfred Hitchcock llevó al cine en 1960 con éxito descomunal. Como en la novela original de Bloch, Hitchcock invirtió un gran esfuerzo en descifrar las motivaciones del criminal, hallando un gran aliado en su intérprete Anthony Perkins. Su hijo, Oz Perkins, es quien ahora irrumpe en el thriller de asesinos en serie con Longlegs. Así que resulta inevitable hablar de algún tipo retorcido de herencia familiar.
La versión cinematográfica de Norman no fue únicamente eficaz por su escritura, sino por la vulnerable interpretación de Perkins. El actor sintió una afinidad indescriptible por el personaje, que le llevaría a interpretarlo en tres secuelas no tan recordadas —pero muy estimulantes— de Psicosis en 1982, 1986 y 1990. El mismo Perkins llegó a dirigir Psicosis III, antes de que Norman hallara una suerte de redención en la cuarta entrega y el intérprete falleciera enfermo de sida dos años después. Perkins no había dudado, llegado el momento, en hacer partícipe a su hijo Osgood de su extraña conexión con el personaje. Por eso Osgood Perkins interpretó a un Norman Bates de 12 años en un flashback de Psicosis II. Por eso hay un puente entre Norman Bates y Longlegs, el psicópata que interpreta Nicolas Cage en el filme que acaba de consagrar a Oz Perkins como nombre imprescindible del terror actual.
No es un puente directo, sin embargo. Una diferencia básica entre Norman Bates y Longlegs se extrae de la forma con la que prefieren identificarse en sociedad: Bates con el nombre de su carné de identidad —inseparable de ese pasado familiar que le atormenta—, Longlegs a través de un sugerente apodo capaz de conmocionar a la prensa amarilla, a la estela del asesino del Zodíaco o similares. Mientras Bates intenta esconderse y llevar una vida normal, Longlegs es un adicto al espectáculo, manipulando a la policía y los medios a través de hipotéticas pistas que va dejando en cada escena del crimen. Bates es alguien que se esfuerza en reflotar una fachada de humanidad, Longlegs abandonó esa pretensión hace mucho.
Son dos formas opuestas de aproximarse al asesino en serie, que pueden explicarse según el momento cultural que los vio nacer. La creación de Norman Bates como mito es inseparable del psicoanálisis y la teoría freudiana, capaz de justificar cada arrebato adulto de violencia con “historias de vida” y traumas infantiles de cierto poso misógino, en cuanto a una relación problemática con la madre. La creación de Longlegs es, por otro lado, más colectiva que individualizada: entiende el nacimiento del asesino en serie como síntoma y emanación de una sociedad enferma, con la que es inútil tratar de empatizar al fundir en su seno horrores que, como ciudadanos con un código cívico interiorizado, ni queremos ni podemos entender. Este nuevo asesino en serie —el monstruo que se agazapa tras las convenciones sociales para elaborar diagnósticos nihilistas— tuvo bastante seguimiento en los años 90.
El argumento de Longlegs parece surgir, de hecho, del cruce de los dos grandes thrillers de asesinos en serie de esa época. Por un lado Seven de David Fincher, de 1995: los asesinatos responden a motivos religiosos, como sucede con Longlegs y su filiación satánica. Por otro Cure de Kiyoshi Kurosawa, de 1997: la dificultad esencial de los investigadores a la hora de atrapar al asesino es que él nunca está presente en la escena del crimen, sino que ha manipulado a una de las víctimas para que haga el trabajo por él. Es lo que de algún modo se apaña para hacer Longlegs y lo que hacía el personaje de Masato Hagiwara en la obra maestra de Kurosawa. Él lo lograba mediante la hipnosis, pero el filme daba a entender que solo era parte del trabajo: si esas personas asesinaban era porque una parte de su subconsciente así lo deseaba, suscribiendo una sombría visión del género humano.
En esta visión también militaba Fincher, ya que tanto Seven como Cure mantenían la creencia de que nuestra especie no tenía remedio, de que la sociedad solo era un frágil invento para apaciguar su crueldad y ansias de destrucción. Esta idea era destilada a través de un esforzado trabajo de puesta en escena más allá del guion o la visualización de los crímenes, concretado en una atmósfera asfixiante que enfatizaba los ángulos solitarios del paisaje urbano. Perkins, en Longlegs, también realiza un meritorio trabajo con la atmósfera, pero por mucho que maneje los referentes de Fincher y Kurosawa, prefiere someter a su asesino en serie a una nueva mutación. Según esta, Longlegs no sería ni un individuo enfermo ni una abstracción sociológica sino algo, por decirlo así, más primordial.
El asesino de Nicolas Cage tiene una fijación especial por aterrorizar a los niños, que devienen parte central en su estrategia a la hora de acechar a sus víctimas. Utiliza tarjetas de cumpleaños y juguetes, en conjunto a una voz meliflua, para acercarse a ellos. El apodo que utiliza, Longlegs (“Patas largas”) podría remitir por último al villano de algún cuento de hadas, y terminaría de definir su particular codificación: Longlegs es un monstruo salido de la imaginación infantil. Un Coco, una sombra que acecha debajo de la cama o dentro del armario, un Hombre del Saco. Alguien, en definitiva, que ha ocupado nuestras pesadillas desde el mismo momento en que empezamos a tener pesadillas como tales. Longlegs es el asesino que siempre estuvo ahí, el asesino del que nacieron todos los asesinos.
Lo curioso es que Perkins no sintió interés por la figura del psicópata hasta Longlegs, que viene a ser la cuarta película de su filmografía como director. No significa eso que Longlegs sea un punto y aparte en su obra, sin embargo, ya que el descrito vínculo con los relatos infantiles se podía atisbar en su filme inmediatamente anterior, Gretel y Hansel: Un oscuro cuento de hadas. Abordando el clásico cuento de los hermanos Grimm, Perkins se marcó otro elaborado artilugio atmosférico y quiso exprimir todo lo que ya había de aterrador en las ficciones que nos habían acompañado desde la más tierna infancia.
El hijo de Anthony Perkins no quiere trabajar pues con lo psicológico, sino con una iconografía añeja que él quiere hacer pasar por atemporal gracias a una pensadísima puesta en escena. Soy la bonita criatura que vive en esta casa llevaba este estilo alambicado a las últimas consecuencias, forjando un relato impenetrable por muy familiarizados que pudiéramos estar con su ascendencia gótica. La mayor parte de la filmografía de Perkins previa a Longlegs se ha dedicado, por tanto, a estudiar las posibilidades del aparato formal para hacer resurgir miedos primarios. Longlegs es una cumbre indiscutible a este respecto —alineada con los juegos de formato, la tétrica música compuesta por su hermano Elvis Perkins bajo el seudónimo “Zilgi” o la impecable fotografía de Andrés Arochi—, pero quizá no habría salido tan bien de no contar con un ensayo previo, un poco más narrativo.
La primera película dirigida por Perkins fue La enviada del mal, en 2015. Ahí empezó a prestar atención por lo satánico —hasta el punto de que Longlegs comparta ciertos elementos de su iconografía y haga pensar en un universo compartido o algo por el estilo—, y se esmeró en orquestar una trama que pese a su apariencia críptica pudiera hacerse entender mediante las revelaciones oportunas. La enviada del mal se articulaba así como un puzle cruzando perspectivas y líneas temporales susceptible de anticipar, finalmente, un problema ostensible de Longlegs como ficción: su escritura, que no sabe conciliar lo impresionista de sus aspiraciones aterradoras con la necesidad comunicativa de un filme con vocación de engatusar al gran público. Esto lleva, por ejemplo, a la necesidad en cierto momento de “parar” la trama y explicar de forma totalmente digerible las particularidades del misterio.
Es un defecto menor, por suerte. A lo largo de su carrera Perkins ha pecado de ser un cineasta demasiado rígido en su respeto a las tradiciones del género y su apego al mecanismo estético. Longlegs, sin embargo, es su mejor película hasta la fecha precisamente porque ha dado con un contrapeso que inyecta ligereza y trae consigo lo imprevisible: hablamos, por supuesto, de Nicolas Cage. El enfrentamiento de Longlegs con la agente del FBI que interpreta Maika Monroe —rostro clave del terror contemporáneo tras protagonizar It Follows en 2014— está bañado en esa excentricidad caótica que Cage ha ido perfilando durante toda su carrera, enfatizada además por el enigma en que lo ha sumido la propia promoción del filme.
Longlegs llega a España precedida de un gran rendimiento comercial en EEUU, gracias a lo hábil que ha sido la campaña en su administración del misterio y el rol de Cage. En otro apunte que remite a Seven —donde Kevin Spacey interpretó al asesino sin haber figurado en los créditos—, la promoción se ha esmerado en no mostrar una sola imagen de Cage caracterizado como Longlegs, redoblando el impacto de lidiar con un psicópata donde la inquietud nunca llega a bloquear el sentido del humor y la diversión desacomplejada. Una combinación ganadora de impacto mediático y carisma escénico que confirma, en definitiva, la feliz entrada de Longlegs en el panteón cinéfilo que preside Norman Bates.