Hoy vamos camino de una nueva adoración: la inteligencia artificial. La IA carece de sentido común, de sentimientos o consciencia, pero da igual. No las necesita para hacernos pensar que resolverá todos nuestros males
La inteligencia artificial se asoma a su propia catarsis puntocom: “Muchos valores están inflados”
Según la Biblia, el Antiguo Israel adoraba un becerro de oro como el símbolo de su dios nacional. El Antiguo Testamento, concretamente el libro del Éxodo, condena el culto a esta imagen, al considerarlo una grave transgresión de la voluntad divina y una ruptura de la alianza entre Dios y los israelitas. Poner a algo o alguien en el lugar de Dios contraviene la doctrina cristiana. De hecho, supone no respetar el primer mandamiento, así que, de hacerlo, podríamos considerarlo algo así como “inconstitucional”.
Hoy vamos camino de una nueva adoración: la inteligencia artificial. La IA estuvo décadas casi circunscrita a los laboratorios de investigación de las universidades. Décadas de progresos continuos, pero también de promesas incumplidas. Una historia con períodos de sombras alargadas, como las del ciprés de la novela de Miguel Delibes. Sombras que desaparecían al resplandor de nuevos y prometedores avances, aunque no llegasen tan lejos como se esperaba. Hoy todo apunta a que los nubarrones más oscuros quedaron atrás, y casi todas las cosas se hicieron inteligentes: coches, móviles, neveras, relojes, aspiradoras, semáforos… Pero no se trata solo de mejorar casi cualquier dispositivo, sino que estamos imaginando una IA capaz de revolucionar la medicina, la educación, la agricultura, el deporte o el turismo, y con todo ello disparar la economía como nunca antes se había visto, al menos no en tan corto intervalo de tiempo. La IA está en todas partes y, a donde todavía no llega, la lleva nuestra imaginación y los medios de comunicación, que recogen, exageran y con frecuencia distorsionan la realidad.
Hace tiempo que las tecnologías de la información avanzan por delante de la ética, cuando no de las leyes. La eficiencia y la productividad pasan a ser los objetivos, e incrementarlos a toda costa es el fin, cuando antes era un medio para seguir progresando.
Pero ahora, cuando estas tecnologías se han hecho inteligentes, hay quien directamente las considera las nuevas divinidades. De algún modo ya lo aventuró hace tiempo Ken Jennings en 2011, tras perder contra el programa Watson de IBM al Jeopardy!, el juego más popular de preguntas y respuestas en EEUU. Al acabar derrotado sin contemplaciones por la máquina, pronunció la famosa frase: “Doy la bienvenida a nuestros nuevos señores de la informática”.
La IA carece de sentido común, de sentimientos o consciencia, pero da igual. No las necesita para hacernos pensar que resolverá todos nuestros males, incluidos los asociados a los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Pensamos que nos dará todo lo que queremos, incluido el hacer todo el trabajo por nosotros e imaginar que llegará a darnos la vida eterna y la eterna juventud. Mientras llega ese ansiado momento, ya podemos comunicarnos con las máquinas en nuestra lengua, preguntarles cualquier cosa y pedirles una recetapara el estómago y otra para el ánimo. Del mismo modo que hay quien le confiesa sus pecados y sus penas a un sacerdote, hay cada vez más gente que comienza a hacerlo con los representantes más genuinos de la nueva divinidad: los bots.
En 2013 dos investigadores de la Universidad de Oxford, Carl. B. Frey y Michael Osborne, publicaron un estudio sobre la automatización del trabajo. Analizaron más de 700 profesiones y concluyeron que la de cura era una de las menos automatizables. Pero eso era entonces. Ahora los sacerdotes comienzan a ver amenazado su lugar por los robots parlanchines. Vivimos tiempos en los que hasta a los curas les pueden mover la silla.