Mi novio y yo tenemos un trato: yo cocino mientras él me lee la prensa. Como la campana hace un ruido ensordecedor, tiene que elevar mucho el tono, de modo que su chorro de voz se derrama por la cocina a la vez que el aceite sobre el fondo de la olla. Así me sale un sofrito la mar de ilustrado
Cuenta Alberto Manguel en Una historia de la lectura que trabajaba en la librería Pygmalion de Buenos Aires cuando entró Jorge Luis Borges a buscar unos libros. Oyó trasteando por allí al adolescente que él era entonces y le preguntó si querría ir a su casa a leerle en voz alta. Él aceptó y lo llevó a cabo durante cuatro años. Lo describe así: “Borges, ciego, aprieta los ojos para oír mejor las palabras de un lector invisible”. Desde que lo leí y sentí la envidia corroerme por dentro, no he dejado de preguntarme: ¿cuál es el mayor privilegio de un lector, aquello que lee, aquellos a quienes lee, aquellos que le han leído?
Durante años le leí a mi hijo sentada en el quicio de su cama. La preocupación asomaba una y otra vez a su cara cuando le volvía a contar la historia de Hänsel y Gretel. Al final, se imponía en su rostro el alivio de la justicia. Esa expresión de sus ojos, que me miraban a mí y veían otro mundo, es uno de los tesoros preciados de mi memoria. También mi madre me leyó de niña pero recuerdo mejor la época posterior, cuando leía sola. La costumbre era hacerlo en la cama antes de dormir. Después de un rato, media hora a lo sumo, llamaba a mi madre: “Ven a apagarme la luz”, le decía, aunque alcanzaba a pulsar la pera de la lámpara. Ella me daba un beso. A continuación cerraba el libro y se hacía la oscuridad: siempre ocurría al mismo tiempo, una noche tras otra, un año tras otro. La lectura es luz y su ausencia es tiniebla: para mí no es una metáfora, sino una verdad material.
Pese a las apariencias, leer es la actividad menos solitaria. Aunque rara vez se encuentra ternura en las estadísticas oficiales, me he topado con ella ojeando el último barómetro sobre hábitos de lectura. En el 76% de los hogares en los que hay niños y niñas menores de seis años, se les lee. Imagino miles de pequeñas camas iluminadas por una historia y el mundo vuelve a parecerme amable. Eso sí, cuando les digáis a vuestros hijos aquello de que “un libro es el mejor amigo”, aseguraos de que no hacen como Mafalda. En una viñeta se lo dijeron sus padres y en la siguiente estaba sentada en el suelo con un libro cerrado delante, preguntándole: “¿A qué jugamos?”
Ese 76% sabe cómo se juega con los libros. Sin embargo, como tantas otras cosas, al llegar a adultos se nos olvida y hacemos de la lectura un placer solitario. No siempre ha sido así. Mi abuela me contó muchas veces cómo en plena guerra civil atravesó media España escondida en camiones de transporte, entre soldados unos tramos, entre sacos de patatas, otros. Así llegó desde Madrid a Baza (Granada), donde le habían ofrecido trabajo en una guardería. Como era la única que sabía leer, todos los días les recitaba la prensa en voz alta a sus compañeras mientras ellas proseguían con los quehaceres de la guardería. Así se enteraban de la evolución de la guerra. Con la información compartida resultaba fácil conversar al acabar la jornada.
Leer en voz alta es un acto de amor, como mostró Bernard Schlink, ya sea a un ciego, a una niña, a un analfabeto… o a alguien que tiene las manos ocupadas. Mi novio y yo tenemos un trato: yo cocino mientras él me lee la prensa. Como la campana hace un ruido ensordecedor, tiene que elevar mucho el tono, de modo que su chorro de voz se derrama por la cocina a la vez que el aceite sobre el fondo de la olla. Así me sale un sofrito la mar de ilustrado. Mientras voy añadiendo el comino o le doy la vuelta a un lomo, introducimos en puritito streaming nuestras notas a pie de página. Metemos baza a diestro y siniestro: a veces son glosas, dudas o enmiendas al estilo periodístico. Pero siempre llega el punto en que destazamos al protagonista más extemporáneo de la actualidad política. Ayer al guardar las sobras en el táper me pareció ver al juez Peinado hecho picadillo.