Pocos pronosticadores imparciales, quizá ninguno, incluyen a esta selección española de baloncesto entre las candidatas al podio. Lógico: se jugaron la plaza olímpica contra Bahamas en casa y no respiramos tranquilos hasta los cinco minutos finales. Cabe alguna posibilidad –más de las que queremos admitir– de que ni siquiera se clasifique para los cuartos de final. E incluso así, uno no puede dejar sentirse conmovido en cada aparición del equipo de Sergio Scariolo. Porque no es una frase hecha: este equipo, con todas sus hazañas y también con sus escasos reveses como el fiasco mundialista del año pasado, pertenece a este malagueño de Brescia.
Rudy Fernández, sublimes sus dos triples en plena remontada griega justo antes de lesionarse, y Sergi Llull conforman una vieja guardia ejemplar; Santi Aldama asegura disponer de un talento ofensivo diferencial para el próximo decenio; y Lorenzo Brown es el mercenario entregado a la causa que conviene tener en todos los ejércitos; con estos mimbres y muy poquito más, se afana Scariolo en seguir compitiendo donde otros muchos ya habrían desistido. Él, que ha dirigido a la selección más deslumbrante de la historia del baloncesto FIBA, ¿tiene necesidad de mendigarle a Canadá una victoria sobre Australia? No, y ahí su grandeza.
Es muy tentador centrarse en los medallistas y dejar los comentarios sobre baloncesto para tiempos mejores, para cuando el horizonte más probable no sea ir al matadero de los cuartos de final contra LeBron y sus amigos. Pero es justo ahora cuando apetece homenajear a un grupo que, no en vano, se autodefinen como una «Familia». Son los primos grandullones que nos alegran cada verano. Cuando ganan, por supuesto, y también cuando pelean contra molinos de viento aun conscientes de sus limitaciones.