Todo es siempre igual: la soledad deseada, el silencio sonoro, la monotonía con cambios, la introversión hacia fuera… en el inicio de estas jornadas soñadas con ese punto monacal que engancha, uno anda algo confuso desde la ignorancia ornitológica y confunde una vulgar cotorra con un refinadísimo yaco africano, mi amiguito Brisa, con un pedigrí que ni en la corte de los Windsor, pero, ya digo, la confusión viene dada por la ignorancia y también por dejarnos atribular por esos juegos olímpicos que empezaron con mal pie, con mal gusto, que nos han dejado un sabor acre por las innecesarias ofensas a unos y a otros. Lo malo es que el daño está ya hecho a quienes acostumbran a poner la otra mejilla, como en tiempos hizo el que decía ser hijo de Dios. En la actualidad se sigue practicando en todos los órdenes de la vida, salvo quienes decidimos rebelarnos y luchar promoviendo la tolerancia 0, no solo para la violencia de género, como insisten en la tele, sino con todo lo que se nos ponga por delante. Vivir al margen de la provocación no es malo: ignorarlos es el peor castigo, el desprecio es el peor castigo, el boicot y no hablar de ello no es mal castigo tampoco. Por eso, en estos momentos, cuando ya estoy a punto de perder de vista a mis adoradas, enredadoras y saltarinas ranas y a mi cantarín, irónico y confundidor yaco africano, cuando deje de observar el resbalar el agua por la pared de bronce, por esa escultura viva que adquiere pátina a medida que se derrama la humedad y las hierbas acuáticas del estanque que generan vida animal y vegetal incansablemente, cuando esta belleza se borre de mi rumoroso presente, de mi rumorosa paz, otras oleadas vendrán a dar pie a mis habituales líneas y las malas ondas que vienen de lejos –aunque también de cerca–, seguiremos capeándolas a base de silencio y con lo que nuestros sentidos puedan filtrar de lo negativo o lo que nos frustre.