Somos muchos los sevillanos que tenemos especial vocación de vivir la calle y algunos habitamos aún en pleno centro del centro histórico, resistiendo ante la invasión turística y reconociéndonos entre nosotros, como si perteneciésemos a la reserva de un pueblo que ha abandonado sus principales monumentos y mantiene unos cuantos vigías. Somos como reliquias del paisanaje autóctono entre turistas y más turistas. Somos también los parroquianos habituales de esos bares y tabernas genuinos y emblemáticos que aún subsisten en nuestro hábitat, donde logramos hacernos un hueco entre tantos foráneos. Ellos se muestran felices ante lo que les parece un decorado típico y nosotros por ser guardianes de las piedras esenciales de Sevilla, conscientes de que esa honrosa misión compensa todas las incomodidades. Hablo de negocios de hostelería aún no reconvertidos que mantienen la idiosincracia tradicional de la urbe, como Casa Morales, Las Teresas, Casa Román o El Portón y Don Carlos, establecimientos estos de la calle General Polavieja que ahora están de luto por el fallecimiento de su propietario don Carlos López Rolán, quien durante más de sesenta y dos años ha trabajado allí día a día, sin descanso ni vacaciones, desde que a los trece años murió su padre y los hijos tuvieron que dejar los estudios para ocuparse del negocio. Carlos ha sido siempre un luchador nato, que alcanzó la excelencia como profesional de la hostelería y la exquisitez en el trato con los clientes, a quienes nos ha sobrellevado con discreción y tablas, muchas tablas aprendidas durante más de seis décadas detrás de la barra y dirigiendo su establecimiento de restauración. Siempre llevó a gala haberse educado en el colegio de los Hermanos Maristas, donde aprendido su lema vital: servir es amar. A servir a sus innumerables amigos y clientes ha dedicado toda su vida. En una extensa entrevista con este periódico, en diciembre pasado, contó a Jesús Álvarez como habían ido pasando los años y la vida misma por el sector, como evolucionaron las costumbres y los tiempos, como pasaron por su establecimiento famosos toreros, artistas y actores que alargaban las noches de fiesta hasta casi el amanecer o como el negocio vivió su máximo esplendor en aquella Sevilla que él añoraba. Dijo también que en los bares «todo el mundo se confiesa y si te tomas tres copas el problema que tienes en casa lo largas aquí. Somos como confesores pero no absolvemos a nadie». Ahora que Carlos se nos ha ido a la otra orilla, buscando directamente el rostro del Señor del Gran Poder del que tan devoto era y el regazo de su marinera madre la Esperanza de Triana, justo es tributar público reconocimiento a esa persona de bien porque ha dejado dictada una importante lección de seriedad personal, responsabilidad empresarial y espíritu de servicio. «Si alguna vez necesitáis comer, hablar, llorar o pedirme dinero, no dudéis en venir», le dijo a unos jóvenes que habían perdido a su madre y se encontraron con él en El Porton. Aquellos que fueron jovenes no olvidan tan lapidaria frase dicha de corazón. Por ello se entiende que la fatal noticia nos haya herido hondamente a sus parroquianos, aunque nos la temíamos desde hace meses. Sólo la muerte nos acaba mostrando la dimensión total de la persona y por eso ahora nos sentimos aún más orgullosos de la grandeza de nuestro amigo Carlos, que superaba en mucho su corpulencia. Su esposa, hijos y empleados le lloran con dolor y gratitud. Las tertulias de todo tipo que se reúnen en su negocio lamentarán muy especialmente la ausencia de quien siempre les atendió con exquisita amabilidad. Los habituales lloramos la perdida de un hombre serio, responsable y muy trabajador que, rompiendo los tópicos, encaja perfectamente en los mejores cánones de esta Sevilla a la que él tanto amaba. Hoy El Portón está de luto por quien ha sido su alma todos estos años y que a tantos parroquianos hizo el bien ejerciendo ese peculiar y tabernario sacerdocio de la barra. Aunque él dijese que escuchaba muchas confesiones pero no absolvía a nadie, es seguro que muchos volvieron a sus casas reconfortados, como si don Carlos les hubiese perdonado todos los pecados.