Las abuelas en mi barrio hacen vida en las terrazas, adaptándose a lo vertical y preservando lo de sacar una silla a la calle para que refresque. Si subes a esas horas te enteras de todo sin conocer a nadie; es como Twitter, pero sin delitos de odio
El mapa del calor récord en España: compara la temperatura de cada día con la media histórica de tu provincia
El álbum 'The Miseducation of Lauryn Hill' sonando en bucle desde las siete. Una lengua larga de humo de hachís sale como asomando el brazo por la ventana. El aroma de la resina se mezcla con el del ambientador de frutos rojos y la mirada por el patio de luces deja en visto un jardín rebosante de árboles y flores; malas noticias para un alérgico. El verano aquí apabulla, el calor muerde; devora. El aire acondicionado no funciona y casi puedo escuchar cómo el sudor se desliza por mis sienes hasta enmarañarse en una barba de tres días. Salí a la calle a mediodía y no he vuelto a ser el mismo; aquel yo que dejaba atrás Gran Vía, Acisclo Díaz y confrontaba el semáforo de La Seda rezando callandico por encontrarlo en verde.
En verano en la ciudad el silencio es tal que puede escucharse. Es un silencio tan estruendoso como el que aparece después de un tenemos que hablar; un caos de nada en absoluto que retumba y languidece todo el sonido, que supongo -no soy físico- se derretirá por los suelos hasta que llega el fresco de la noche y se recomponga y todo vuelva a la normalidad. Nunca entendí la expresión hace un sol de justicia; no siendo murciano; no hay justicia si no hay piedad y este sol de aquí parece diseñado y fabricado directamente en los infiernos para sumir a Murcia en un silencio crepitante y abrasador. Cuando pasaba por la ribera del río, por la avenida del Teniente Flomesta, el viento de levante soplaba como huyendo de un calor peor venido de otra parte. Los días de mucho viento el Segura remonta su cauce contracorriente porque no es un río, sino un estanque: hay un azud más adelante que acumula el agua y lo hace parecer más ancho; es un wonderbra hidrológico.
Desde mi ventana puedo ver un mosaico de fachadas pintadas por los colores de la ropa tendida. La fashion week de mi barrio son los camisones de mi vecina ondeando colgados de su balcón. Al piar de los vencejos le sucede el gentío que se acerca al lago de La Seda y de los niños teniendo estrepitosos accidentes de bicicleta con ruedines, perros correteando y adolescentes flirteando con drogas blandas. Las abuelas en mi barrio hacen vida en las terrazas, adaptándose a lo vertical y preservando lo de sacar una silla a la calle para que refresque. Si subes a esas horas te enteras de todo sin conocer a nadie; es como Twitter, pero sin delitos de odio. Averiguas, por ejemplo, que mi vecino de enfrente lleva cinco días ingresado; que ha estado malo pero que, gracias a Dios, el lunes lo mandan a su casa; que menos mal, porque está muy mayor, el pobre. Descubres que la nieta de otra vecina ha vuelto con su novio, que iban y venían, y que tenían una relación abierta, pero que ya no. Qué puestas en todo están estas señoras. Una relación abierta, cerrada por reformas. La del tercero ha vendido y se ha ido a la playa. Pues muy bien que hace, pienso yo, mientras una mujer lo verbaliza. Que aquí ya no se puede estar.
Descubres también, y por casualidad, que han tenido junta hace poco y que todos han votado a favor de prohibir los pisos turísticos en el edificio. Los cincuenta y seis pisos, ni más ni menos. Todo un antiaéreo para esos fondos buitre. Que otro se quejaba porque el piso iba a valer menos, pero votó con todos los demás por vergüenza y porque alguien le dijo que para qué quería que valiese más si no se iba a ir a ninguna parte. Por el centro conviven los cuatro negocios de toda la vida con franquicias de hamburgueserías y bares -casi en exclusiva- con una población mixta de estudiantes y jubilados; al otro lado de Obispo Frutos, La Fama, los nadies, donde ni franquicias ni tiendas: un supermercado y bazares. La zona norte es de los pijos y nada de lo que haya me interesa salvo por hacerlo arder. El Carmen, poco a poco, se deshilacha entre jardines gentrificados y guetos para, cómo no, enclaustrar a más pobres. La aurora de Murcia no tiene, como la de Nueva York, cuatro columnas de cieno, ni un huracán de palomas negras; su cielo en verano solo saca a relucir un silencio oprobioso y asfixiante y una ciudad como un puzzle de mil piezas.