Es 23 de julio de 2023, al filo de la medianoche, un Pedro Sánchez eufórico se dirige a las huestes socialistas que se agolpan a las puertas de la sede federal de Ferraz en la noche electoral. Desde la superioridad vertical que le otorga estar alzado sobre el andamio –a modo de escenario– de las grandes ocasiones, el presidente del Gobierno en funciones –y ya sabedor de sus opciones de revalidar el cargo– arenga a las masas con un: «Somos más». Un grito de júbilo que anticipa una estrategia de flexibilización de todas las líneas rojas marcadas hasta la fecha y que pasa por ubicar a Junts en su lado del «muro». 54 días antes, el mismo Sánchez, pero con gesto compungido y desde la institucionalidad del Palacio de la Moncloa, convocaba un adelanto electoral para que el tsunami azul que había arrasado su poder territorial el 28M no se llevará también por delante el Gobierno central.
El movimiento defensivo salió bien, pero anticipó lo que sería también la inminente legislatura. Un continuo ejercicio de supervivencia y desgaste. El entusiasmo inicial fue aplacándose y dejando paso a la resignación a los pocos días, cuando hubo que enfrentar la primera meta volante: la elección de la Mesa del Congreso de los Diputados, desbloqueada «in extremis». La dependencia de los partidos independentistas con la que ya estaban acostumbrados a lidiar en la Moncloa se agravaba al entrar un nuevo actor en la ecuación, un disruptivo Junts llamado a sostener el Gobierno, cuando hasta ahora había sido el principal factor de desestabilización institucional. Un año después, en el Ejecutivo son plenamente conscientes, si no lo fueron desde el primer momento, de que su apuesta por resistir en el poder –para cerrar el paso a PP y Vox– supone un debilitamiento progresivo. ¿Hasta cuándo? Hasta que Sánchez decida apretar el botón nuclear.
El presidente vive su momento de mayor debilidad. En lo personal y en lo político. Al cerco judicial sobre su entorno, que se ha estrechado tanto que incluso afecta ya al propio Sánchez, se suma la sensación de parálisis ejecutiva. El pasado martes, en el aniversario de su dulce derrota el 23J, el Gobierno agendó un «macropleno» con el que esperaba dar el pistoletazo de salida a la aprobación presupuestaria. Las cuentas públicas, como salvoconducto para agotar el mandato. Sin embargo, este ejercicio de solvencia acabó en fracaso, auspiciado por quienes tienen influencia y la hacen valer. Un Carles Puigdemont en tiempo de descuento en Cataluña lanzó un aviso en Madrid para recordar que la legislatura pende de un hilo y ese hilo lo maneja Junts.
Su partido dejó caer el techo de gasto y obliga al Gobierno a «reiniciar» los trabajos y los afectos en septiembre, cuando el futuro de la Generalitat esté ya clarificado. Paradójicamente, solo Cataluña puede salvar a salvar y enterrar a Sánchez. Es un oasis en este árido panorama y a la investidura de Salvador Illa, que debe desbloquearse esta semana, se aferran en Moncloa para tratar de culminar el curso con un «éxito» que les permita trasladar la imagen de continuidad y de aval a su estrategia de distensión con el independentismo. Aquí, otra paradoja. En el momento en que el soberanismo está más debilitado –y sus cotas de popularidad social se hunden a mínimos–, cuenta con una fortaleza inédita por su influencia en el devenir de la estabilidad institucional.
Sánchez se ha afanado desde que superase la investidura, hace más de ocho meses, en proyectar una imagen de normalidad y proactividad legislativa. Los buenos datos económicos y la gestión ejecutiva han quedado opacados por una única y polémica ley, la de amnistía, que se pactó en contra del relato gubernamental para conseguir atar a Junts a la gobernabilidad. Esta norma, que no tiene un horizonte expedito en lo judicial –por la controversia en su aplicación– ha generado un fuerte quebranto en las filas socialistas. Si el impacto es aparentemente limitado, el PSOE no se ha hundido en los ciclos electorales que ha disputado este año, es por la estrategia de absorción de los votantes de Sumar. Algo que, en el medio plazo, supone una condena para revalidar la coalición en unas futuras generales.
Tampoco el calendario ha ayudado. Precisamente esa sucesión de comicios en la que el PSOE ha aguantado el tipo ha impedido que los vectores que componen su aritmética se sintieran impelidos a aprobar nada que les generase un impacto electoral negativo en las urnas. El ejemplo más claro es que el Gobierno se vio obligado a renunciar a los Presupuestos de 2024, ante la certeza de que ERC y Junts no los aprobarían en plena campaña, y del devenir de la investidura de Illa –o repetición electoral– dependerá, a su vez, el proceso de las cuentas para el próximo ejercicio.
Con la incapacidad para focalizar y rentabilizar la gestión, las polémicas que cercan a su entorno, con condición de imputación judicial, han acaparado toda la atención. La investigación a su mujer y a su hermano colocan a Sánchez en una situación muy delicada que va más allá de lo puramente personal, ya que el propio presidente se enfrenta esta semana a su declaración como testigo ante el juez Juan Carlos Peinado.
Esta situación ha tenido un impacto directo en Sánchez y en su mandato. El presidente del Gobierno amagó con dejar el cargo tras conocer la apertura de diligencias contra su mujer y abrió un «periodo de reflexión» de cinco días que generó un movimiento telúrico dentro de su partido. Hasta ahora la continuidad del secretario general no estaba en duda, pero que él mismo se cuestionase si «merecía la pena» seguir, hizo que el PSOE tomara conciencia de su excesiva dependencia del hiperliderazgo de Sánchez. Las filas siguen prietas, pero no la adhesión inquebrantable y en los últimos días también han surgido dudas en el partido y entre los socios sobre la gestión que se está haciendo de la causa judicial contra Begoña Gómez.